23 noviembre 2017

Corazón de hojalata




Mayores del mundo
Condenados al ostracismo,
De pletórica juventud
Y miles de sueños anidados,
Hoy deambulan –los más– mendigando
De su gente, atención y consuelo.
Es obvio que están en su derecho.

Sus mentes a sus recuerdos imploran
Que cuando emprendan su viaje,
No les olviden a ellos
Y convertidos acaben
En lanceadores de molinos eternos.

Mas son artistas indirectos
Pues de lo que un día fueron
Tan solo restan tristes caricaturas
De sus antañas aventuras.
¿Y cómo así? ¡Hay que asear las calles
De bocetos inútiles,
Cuando menos, infames!

Y ¡qué mejor manera de archivarlos,
Que en carpetas con forma
De “hogar de ancianos”!
Se conforma la senectud,
entonces,
–Si le respeta la suerte–,
Con celebrar sus bodas de esmeralda,
Pues si se dice que hay sequía,
Es porque sobra corazón de hojalata…



18 noviembre 2017

Calladas





Calladas.
Hemos estado calladas.
Calladas aguantando en la sombra,
¿de quién? De otra humana:
Violencia la llaman.

Por la sombra de un puño eclipsadas
o un insulto o un grito o una patada,
pues las hay cuya vida es defenestrada.

Lloros,
lamentos…
Éstos silencian su alma
mancillada,
contrahecha,
ajada…

¿Por qué no dicen nada?
¿Por qué no hacemos nada?
Un soplo, una escucha, una llamada…
Algo dentro regurgita, oprime, anega, contagia
la magia del miedo,
que para pulsaciones de la carne mermada…
De sueños rotos su historia,
promesas cumplidas de frágil creencia:
proclamas, marchas, pancartas que protestan
para, finalmente, una cifra.
¿Cuál?
La de una más enterrada:
una generación, una familia, una hija y una mujer, calladas.




13 octubre 2017

Jaula de Oro







De mirar perdido, rostro angelical,
cautiva anda y es de su pensamiento.
Tal vez sea aún del enamoramiento
o tal vez de su desaliento infernal.

Lo que la aterra es el deber marital:
sus nupcias forzosas, un descontento
y el novio caduco, sin miramiento.
Una esclava en jaula de oro magistral.

Su consuelo es el sombrero de paja,
que con mano apasionada y ferviente
porta consigo cual si fuera alhaja

(regalo de un querido, más ardiente),
por rescatar la sacrílega caja
donde desahogar su amor más hirviente.



04 octubre 2017

El hombre entre las sombras




La noche avanzaba y, con ella, el mercurio iba poco a poco dándose una pausa tras los altos niveles que llegó a alcanzar durante las horas críticas del día. Era viernes y a esa hora el bulevar cobraba vida, más de la que solía acostumbrar. La gente caminaba en grupitos de cuatro a cinco personas e incluso seis, jóvenes (mayoritariamente) comportándose unos como recién salidos de zonas a las que aún no había llegado la civilización y otros, más modositos, andando normalmente sin dar el espectáculo del siglo como los primeros; dedicaban su tiempo de ocio a reír, bromear, comer sus golosinas, hacer algún que otro apunte acerca de sus “galas” y, en general, ya planificaban qué garito de moda (y asequible para bolsillos becados) iba a ser la próxima víctima de sus locuras de fin de semana. No obstante, y como si fuera la nota discordante entre tanta hormona revolucionada, pasaba al lado un trío de la segunda juventud, dos mujeres y un hombre –éste último entre ambas y agarrado de los brazos– a los que no les ruborizaba lo más mínimo ni los surcos que “maquillaban” sus rostros ni su poco voluminosa cabellera ya cana, todo lo cual lucían con orgullo como en un desfile de cuatro de julio; quien sabe, igual hasta iban algo achispados, adelantándose así a la multitud en la edad del pavo. Completando el cuadro generacional, Sharon, la atractiva pelirroja, ansiosa por llegar a la puerta de su casa y tomar sus antidepresivos, tuvo la “buena suerte” de dar con un grupo de quinceañeros que no hacían sino babear, berrear y dedicarle alguna que otra “lindeza” subidita de tono al estilo de «¡Eh, tía buena, que estás para comerte…!» o «¡Que no me entere yo que pasas “hambre”…!» y expresiones similares, a las que Sharon hacía caso omiso salvo alguna que otra ocasión en la que sí que puso verbalmente en su sitio a más de un impertinente. Para el caso era lo mismo, su dolor de cabeza no remitía y para colmo su estado de ánimo se había visto alterado (para mal) por culpa de esos niñatos. «¡Dios, es que si los padres dedicaran más atención a sus hijos, no saldrían especímenes como éstos…! ¡¡Un poco más de educación!!», criticaba mentalmente. Así, mientras iba caminando por la acera, sonó la sintonía de su móvil. Con gesto de incomodidad, hurgó en su bolso de ‘Tous’ hasta que extrajo el aparato. «¡¿Richard?!» Era su ex. Cosa rara dada la forma ‘poco pacífica’ en que lo dejaron. La verdad del asunto era que él quería intentarlo de nuevo, no era la primera vez que la llamaba, más bien la acribillaba a llamadas, mostrando su desesperación y sus ganas de hacer las paces. Sin embargo… «Lo que está muerto, está muerto y no se puede resucitar…». Sharon, cerrando los ojos, cortó la llamada haciendo gala de sus malos humos y archivó el teléfono en las profundidades de su bolso, chocando con el llavero. Ya en frente de su puerta, abrió y, una vez dentro, cerró con estrépito. Como desquiciada, soltó sus pertenencias sobre la repisa del recibidor, encendió la luz y, como quien ha estado deambulando durante cuarenta días por el desierto del Negueb, corrió a la cocina, abrió la nevera donde guardaba una botella de dos litros de agua, se sirvió un buen vaso (del cual bebió un pequeño sorbo para refrescarse la boca), localizó sus preciados antidepresivos en la estantería de en frente, los cogió y los ingirió con el resto de agua, dando un buen resoplido de alivio. Más relajada, se descalzó, chutó a un lado sus tacones de vértigo y sin pensárselo dos veces fue a su cuarto, se desvistió, fue al baño y se dio una ducha rápida; tras salir de su reconfortante “inmersión”, se puso cómoda, se recogió el pelo con una cola de caballo y una vez más liberada, salió al pequeño pasillo rumbo a la sala de estar, desparramándose finalmente en su acolchado tresillo tapizado con loneta a rayas azul marino cuando su móvil volvió a sonar, pero esta vez se trataba de un mensaje. «¿Será otra vez el pesado de Richard?», murmuraba Sharon. Con sus pies desnudos, pegados al suelo por la forma de andar arrastrándose, pudo llegar de milagro a la repisa donde hubo dejado su bolso nada más entrar; lo abrió, volvió a introducir su mano en el interior, rescató el teléfono de entre todos los enseres que portaba (incluido el set de maquillaje para los retoques), lo volteó y en la pantalla luminosa leyó quién era el remitente. «¡¿Arianna?! ¡¿Ahora me mandas un mensaje, después de haberte esperado delante del hospital como una idiota tanto tiempo?! A esta chica no hay quien la entienda… Pues menos mal que era “sólo” un informe….» Procedió a abrir el mensaje:
«Hola, Sharon. Mira, ¿estás en casa? Siento lo de antes, pero es que no te vas a creer   lo que me ha pasado. Bueno, besos. Contesta, en cuanto puedas».

29 mayo 2017

Los dos galantes







Cuán generosas son las olas del mar,
que sus suspiros, borran las huellas
nostálgicas del más allá, so las orillas,
que parsimoniosas, se desgranarán.

Del más acá, de vaporoso etéreo
una mujer, la mirada de plata radiante
tenía clavada en el tul
del aciago horizonte azul:

aguardaba estoica a su intrépido amante,
 que osó tentar como a un morlaco, un torero,
al vasto e incierto océano bramante.

Quiera y ojalá se lo traiga Dios entero,
dotro modo, sin retorno a,
le irá a encontrar en el dichoso Cielo.

Así esas olas de marcar se encargarán
la unión de los dos galantes:
la del más acá y el del más allá…

Del velero que surcando va la mar
y la atalaya que eternamente le esperará,
pues silente, sabe que sibilante volverá…



17 mayo 2017

Sinopsis




De soldado voluntario en la Guerra de Secesión a la más absoluta mendicidad para luego resurgir de sus cenizas ¿cómo prestigioso neurocirujano o como un monstruo, según alguna/s? ¿Y todo para acabar donde empezó? Afirmativo, pero el Doctor Brown (antes Leonard Orson Owen) actuará bajo una amenaza a priori invisible que nada tiene que ver con una trinchera convencional, sino con los recientes hallazgos en Nano y Neurociencia. Descubrimiento al que llega y resume en dos palabras, un objetivo: Normand Jones. ¿O acaso hay algo o alguien más…?

Una historia de no rendición ante la adversidad, de injusticias que ajustician, reencuentros, “falsas banderas” y, en suma, una decisión y elección de vida llena de giros vertiginosos donde finalmente el amor y una enfermedad volverán a unir caminos que nunca debieron separarse, porque TODO empieza y termina en CASA…




13 mayo 2017

Un ataque inesperado




Al terminar sus respectivas jornadas, ambos, Noah y Arianna, emprendieron su camino de regreso a casa tras otro día de intensa actividad como era costumbre... A esa hora, en una tarde-noche otoñal con sabor a lluvia, el ‘San Vicente boulevard’ había quedado casi desierto, sin apenas ningún transeúnte de especial relevancia. Casi se podía asegurar que aquellos eran como dos exultantes vencedores de una batalla y, más que eso, una guerra que parecía no dar a su fin, una especie de Guerra de los 100 años traída al siglo presente, pues el cuándo iniciaron la brega era lo único que sí tenían seguro pese a dedicarse a ocupaciones que casi ningún punto tenían en común, salvo que sendas, de un modo u otro, trataban de solventar los problemas de otras personas. ¿Dónde quedaba, por tanto, la resolución de los suyos propios? De hecho, lo que verdaderamente motivaba su hartazgo iba en función, de una parte, de cuántos pacientes había que atender con sus respectivos casos bíblicos, lo cual conllevaba bien a tabular nuevas notas en el expediente de turno, apuntillando en el teclado del Mac (posado sobre el escritorio de roble de su diáfana consulta) la evolución favorable, estable o decadente del ‘neurinoma[1] del nervio facial’ de una tal señora Flint por lo que, a causa del mismo, ahora era ex-soprano a la que hubo de intervenir dados los resultados arrojados por una tomografía computerizada (TC) y una resonancia magnética (RM) o bien preparar una operación para sacar un coágulo cerebral a un tal señor Williamson, causado por hipertensión; y de otra parte, el analizar y resolver un expediente administrativo en relación al seguro médico del señor Philips, quien afirmaba que la prótesis de cadera que le pusieron la semana anterior era defectuosa porque, al parecer, se le había infectado la zona y terminó por interponer una querella contra el hospital alegando los hechos o, cuando no, era distribuir toneladas de documentos –vía correo electrónico y ordinario– a las instituciones más eminentes de la ciudad informando de la necesidad de mayor financiación para adquirir el nuevo medicamento contra la ‘Hepatitis E’ o el nuevo fármaco contra la Esclerosis Lateral Amiotrófica... En definitiva, todo un aluvión de obligaciones que cumplir y que pesaban como quintales de arena anclados a sus tobillos, así como Hermes, en su lugar, tenía aquella misma carga informativa con la que lidiaba Arianna pero, en este caso, en forma de alas mil veces más livianas.

No obstante, desfilaban a buen ritmo por el bulevar, en cuya acera izquierda, a unos doscientos metros de la esquina con ‘Clifton Way’, se hallaba clavado en la acera un