Al terminar sus
respectivas jornadas, ambos, Noah y Arianna, emprendieron su camino de regreso
a casa tras otro día de intensa actividad como era costumbre... A esa hora, en
una tarde-noche otoñal con sabor a lluvia, el ‘San Vicente boulevard’ había
quedado casi desierto, sin apenas ningún transeúnte de especial relevancia.
Casi se podía asegurar que aquellos eran como dos exultantes vencedores de una
batalla y, más que eso, una guerra que parecía no dar a su fin, una especie de
Guerra de los 100 años traída al siglo presente, pues el cuándo iniciaron la
brega era lo único que sí tenían seguro pese a dedicarse a ocupaciones que casi
ningún punto tenían en común, salvo que sendas, de un modo u otro, trataban de
solventar los problemas de otras personas. ¿Dónde quedaba, por tanto, la
resolución de los suyos propios? De hecho, lo que verdaderamente motivaba su
hartazgo iba en función, de una parte, de cuántos pacientes había que atender
con sus respectivos casos bíblicos, lo cual conllevaba bien a tabular nuevas
notas en el expediente de turno, apuntillando en el teclado del Mac (posado
sobre el escritorio de roble de su diáfana consulta) la evolución favorable,
estable o decadente del ‘neurinoma[1] del
nervio facial’ de una tal señora Flint por lo que, a causa del mismo, ahora era
ex-soprano a la que hubo de intervenir dados los resultados arrojados por una
tomografía computerizada (TC) y una resonancia magnética (RM) o bien preparar
una operación para sacar un coágulo cerebral a un tal señor Williamson, causado
por hipertensión; y de otra parte, el analizar y resolver un expediente
administrativo en relación al seguro médico del señor Philips, quien afirmaba
que la prótesis de cadera que le pusieron la semana anterior era defectuosa porque,
al parecer, se le había infectado la zona y terminó por interponer una querella
contra el hospital alegando los hechos o, cuando no, era distribuir toneladas
de documentos –vía correo electrónico y ordinario– a las instituciones más
eminentes de la ciudad informando de la necesidad de mayor financiación para
adquirir el nuevo medicamento contra la ‘Hepatitis E’ o el nuevo fármaco contra
la Esclerosis Lateral Amiotrófica... En definitiva, todo un aluvión de
obligaciones que cumplir y que pesaban como quintales de arena anclados a sus
tobillos, así como Hermes, en su lugar, tenía aquella misma carga informativa
con la que lidiaba Arianna pero, en este caso, en forma de alas mil veces más
livianas.
No obstante, desfilaban
a buen ritmo por el bulevar, en cuya acera izquierda, a unos doscientos metros
de la esquina con ‘Clifton Way’, se hallaba clavado en la acera un
cincuentón con cabello entrecano y rostro curtido en años acorazado con un gabán color cámel y–por qué no decirlo–algo deshilachado, pese a que aún no hacía tan mal tiempo y corría una leve y apagada brisa, como la brisa que exhalaba su saxofón, interpretando una de Coltrane con bastante maestría, no solamente para amenizar el ambiente algo gélido en todos los aspectos dada la época del año, también para ganarse unos pocos centavos con los que poder tomarse un merecido cortado bien caliente, acompañado por algo de picar. Ella, complacida con la actuación del ‘artista sin nombre’, se adelantó a darle no centavos, sí dos dólares con veinte centavos que tenía en el bolsillo de su blazer cremoso adquirido en ZARA. Acto seguido, su acompañante se animó a darle una buena propina también porque le fue grata la audición. Era justo una de sus favoritas, puesto que confesó ser amante declarado y empedernido del buen Jazz:
cincuentón con cabello entrecano y rostro curtido en años acorazado con un gabán color cámel y–por qué no decirlo–algo deshilachado, pese a que aún no hacía tan mal tiempo y corría una leve y apagada brisa, como la brisa que exhalaba su saxofón, interpretando una de Coltrane con bastante maestría, no solamente para amenizar el ambiente algo gélido en todos los aspectos dada la época del año, también para ganarse unos pocos centavos con los que poder tomarse un merecido cortado bien caliente, acompañado por algo de picar. Ella, complacida con la actuación del ‘artista sin nombre’, se adelantó a darle no centavos, sí dos dólares con veinte centavos que tenía en el bolsillo de su blazer cremoso adquirido en ZARA. Acto seguido, su acompañante se animó a darle una buena propina también porque le fue grata la audición. Era justo una de sus favoritas, puesto que confesó ser amante declarado y empedernido del buen Jazz:
- Disculpe, ¿tiene un momento?
El “genio” se limitó a asentir con la
cabeza.
– Si no es indiscreción, ¿dónde ha aprendido a
tocar así? Porque, realmente, ha sido fantástico. Es muy difícil interpretar a
un músico de la talla de Coltrane; lo digo más por los ruidos de la calle y la
inexistencia de partitura alguna.
– Es cierto, mi abuelo decía que ‘Blue train’ era de las mejores con
diferencia aparte de que era su favorita también –reveló Arianna bajo la atenta
mirada de los otros dos.
Éste contestó arqueando
las cejas y haciendo señas con los ojos, los cuales era como si quisieran
salirse de su cuenca y continuó gesticulando con la intención de hacerse
entender... Sin embargo y para su decepción, fracasó en el intento, agachando
tanto su cabeza que parecía tener un yunque colgado de su cuello. Noah,
esperando el típico «¡Oh, me enseñó no sé quién…! » o «Fui al
conservatorio no sé cuál...», por decir
algo, comenzó a irritarse. Empero, sólo tuvo el privilegio de asistir al número
de un mimo con saxo. Ya empezaba a sentirse ridículo y más turbado todavía,
pues aquello era como dirigirse a un muñeco que reaccionaba únicamente a la voz
humana. Mientras esta esperpéntica escena tenía lugar, un urbanita ataviado con
prendas deportivas y, tirando a duras penas de su bóxer, –éste último era tan
díscolo y tan fornido que cualquiera diría que estaban en pleno combate por ver
cuál de los dos púgiles salía vencedor de la contienda– se acercaban por
momentos al trío. Fue entonces cuando, no estando a más de un metro, el perro
se sosegó de súbito al quedar cautivado por el resplandor que despedían tanto
el saxofón como la doble propina que, minutos antes, había sido arrojada al
escuche del instrumento junto con las otras, reflejando las luces proyectadas
por las farolas de la ancha acera. En cuestión de segundos, el can ya estaba
allí plantado, olisqueando el pobre estuche –abierto en canal– en busca de
restos de alimento que llevarse a la boca. ¿Sería esa, por tanto, la
justificación de la tángana previa con su dueño?
– ¡Cassus! ¡¿No te tengo dicho que no puedes
abalanzarte de ese modo sobre la gente?! ¡¿Por qué eres tan rebelde?!
Hubo un momento en el que los protagonistas
fueron los jadeos, ante la atenta mirada de los tres y después...
– ¡Ejem, ejem! Ustedes disculpen... Es que...
acabo de comprarlo y... aún no me hago con él...
Se refería a sus interlocutores esgrimiendo
una sonrisa de circunstancias y balbuceando, no sólo por el esfuerzo que le
supuso el esprín, sino también por su panza; ésta simulaba a la perfección un
embarazo sietemesino.
– ¡Vamos! Sé educado con estas personas. Es lo
menos que puedes hacer. Anda..., despídete.
Le hablaba como si el
animal le fuera a entender y responder en su mismo idioma... No obstante,
Cassus pareció comprender –contra pronóstico– la orden dictaminada por su amo.
Y tras la escena tan cómica, posteriormente, se acabó despidiendo de las
desconcertadas miradas. Con todo, el ‘artista sin nombre’ no profirió ni si
quiera un gruñido en señal de enfado o una exclamación de perplejidad. Arianna
y Noah se soslayaron fugazmente y con extrañeza, llegando al unísono a la
conclusión, tardía, que debería de resultar algo evidentemente obvio para dos
mentes de carrera: padecía de mudez, por lo que encontró en el saxofón su medio
de expresión. Habiendo hecho el descubrimiento, prosiguieron su camino
despidiéndose antes del ‘artista sin nombre’; Noah, al estilo militar... Iban,
pues, conversando acerca de los pormenores de sus respectivos trabajos cuando,
de repente, algo no iba del todo bien... Noah continuó hablando, pero solo.
«Juro que no va con mala intención...; ¡que Dios me perdone! Pero es que es mi
única oportunidad...» –dijo
para sí Arianna–.
Ésta se había parado en seco, pues estaba siendo víctima de un ataque de
ansiedad... Al percatarse de que hablaba solo y ya no había nadie a su diestra,
rápidamente giró su cabeza en ese mismo sentido y no le gustó lo que vio.
Entonces, fue velozmente a socorrerla:
– ¿Qué te ocurre? Porque no te veo nada bien,
Arianna; estás muy pálida... Y ahora que ya estamos tan lejos del hospital...
– Mi casa..., estamos más cerca de mi casa... Noto
que me falta el aire... –respira con dificultad– y empiezo a sentir nauseas...
– ¿Hace mucho que empezaste a sentirte así?
– Yo… Pues… ahora mismo no lo sé… Desde… desde…
–se frotaba la frente.
– ¡Ay…! Es que también trabajas demasiado, si
quieres mi humilde opinión. De todas formas, si tu casa está aquí al lado....
mejor. Así podrás descansar adecuadamente y yo podré hacerte una revisión en
condiciones, que en medio de la calle... No estará muy lejos, ¿no?
– Agárrame porque sola... Te iré guiando más o
menos...
Estaban a la altura de la 6ª con ‘Orange
St.’; trescientos metros más y un giro a la derecha; ahora, un giro más a la
izquierda por ‘Orange St.’; otros trescientos metros y, por fin: el ‘6412D’.
Ella aminoró la marcha, forzando al otro a hacer lo mismo:
– ¡Al fin...! Ya hemos llegado.
Subieron por la escalinata que conducía
a la puerta principal. Tras varios intentos fallidos para introducir la llave
en la cerradura por estar sufriendo un fuerte mareo, le cedió a Noah el turno,
dándole el manojo de llaves indicándole cuál de entre todas era la que abría. Y
una vez abierta...
– ¡Bienvenido a esta mi humilde morada! Siento que
haya sido de esta manera... Yo...
– ¡Eh! Tranquila. No ha sido culpa tuya. ¡Hummm!
Si te parece y para que pueda ver qué es lo que motiva los síntomas que estás
padeciendo, tendría que explorarte al menos... Si nos fuéramos al salón... Creo
que...
– ¡Oh! Claro, claro... Es todo recto –acertó a
indicar, saliendo de su embelesamiento momentáneo y, sin embargo, profundizando
en su creciente estado de nerviosismo.
Es que sus latidos, ya pálpitos
frenéticos, casi eran audibles en la estancia. Su cavidad torácica ya no era lo
suficientemente resistente para seguir conteniendo a ese corazón cuyo ritmo
sistólico estaba a punto de desbocarse... Arianna no hacía más que observar
atentamente todos y cada uno de los movimientos que estaba llevando a cabo
Noah, quien se encontraba de espaldas a ella y ajeno a su mirada casi hipnótica.
– Bien..., necesito que te sientes en una silla
alta. Así podré comprobar si tus piernas reaccionan a los estímulos que les dé
con este martillo de reflejos; es de goma, así que tranquila. Puro
procedimiento médico, rutinario... Es para verificar tus reflejos más innatos.
– Por supuesto, por supuesto...
«Sistema nervioso autónomo, normal».
Anotaba mentalmente Noah.
– No, no te bajes todavía. He de revisar cómo
tienes las pupilas y, de paso, el fondo de ojo...
– ¡Ups! Perdona. Es que hace tanto que no me hago
un chequeo que ya...
– Tranquila, Es normal. –decía esto esbozando una
leve sonrisa.
Y le acerca la enjuta linternita a los
ojos. Primero el derecho. Luego, el izquierdo. «No hay signos de anomalías».
Sigue anotando en su mente.
– Ahora te voy a pedir que, con la mirada, sigas
los movimientos que voy a hacer con mi mano derecha. Eso sí, sin mover la
cabeza.
Y ella, sorprendentemente, reaccionaba
de forma adecuada, pese a sus “mareos”.
– De acuerdo. Ya te puedes bajar. ¡Hummm!
Necesitaría auscultarte... De modo que... Si pudieras desabrocharte la
camisa... Te lo agradecería.
– ¡Oh, sí, sí! ¡Qué tonta! –respondió con gesto
sorpresivo, pues volvía a pasar por esa especie de hechizo del cual había sido
víctima hace apenas unos minutos.
El doctor Brown procedió a tomarle el
pulso. «Frecuencia cardíaca normal». Siguió con el examen: se colgó las olivas
del fonendoscopio en cada oído y, estirando debidamente los tubos, posó la
membrana del aparato por los focos de auscultación correspondientes a la zona del corazón para
comprobar las mediciones previas.
– ¡Qué frío!
– Sí, muchos pacientes míos me lo dicen... –dijo
Noah en tono jocoso.
«Sin cambios significativos, dentro de lo
normal». Entonces, ¿qué estaba pasando? Era el turno de auscultar los pulmones:
– Respira profundamente inspirando por la nariz y
espirando por la boca.
Ella obedeció.
– Ahora respírame sólo por la boca.
«¿Frecuencia
respiratoria igualmente normal?». Es que ella había conseguido calmarse un
poco... ¿Qué es esto? Esta vez ya se le advertían atisbos de duda, rozando el
enfado pues creía saber ya qué era lo que realmente le sucedía a su “paciente”.
Noah, frunciendo el ceño y negando con la cabeza de indignación, se dio la
vuelta y empezó a recoger de mala manera todos los aparatos que había sacado de
su maletín negro. Saltándose las leyes de cortesía, pues no aguantaba más, le
reprochó:
– ¿Sabes Arianna? Ahora que lo pienso... ¿No sé
por qué te hiciste abogada? Lo cierto es que se te da mejor la interpretación,
porque tu capacidad para meterte en la piel de un personaje tan complejo como
es el de un enfermo no tiene desperdicio... No, ningún desperdicio, la
verdad... Es más, yo que tú trabajaría incluso más duro, porque quién sabe,
igual hasta ganas el Oscar a mejor actriz revelación. Ten en cuenta que Hollywood
lo tienes a la vuelta de la esquina –decía sarcásticamente para zaherir.
– ¡No! Noah, te lo puedo explicar... –dijo Arianna
atropelladamente.
– Ahórrate las explicaciones. Creo que con todo lo
sucedido, tengo más que suficiente...
– ¡Por favor! Si me concedieras aunque fuera un
minuto, te lo puedo explicar todo.
– El reloj ya está contando...
– Yo... La razón es que... –tragaba saliva como si
se estuviera enfrentando al mayor reto de toda su triste vida; ahora sí que le
había entrado ansiedad de verdad.
Perdiendo la poca paciencia que todavía
le quedaba, porque aquello era la gota que colmó su vaso, la despidió de esta
manera:
– Me voy.
Creo que ya he visto y oído bastante... Y pensar que eras diferente... Pero ya
veo que me equivoqué... –en su rostro se dibujaba la decepción.
Diciendo esto y bajo la resignada y
avergonzada mirada de Arianna, Noah cogió bruscamente el maletín, abrió la
puerta y cerró con fuerte estruendo. Ella quedó de pié, fría, petrificada en
mitad de su salón tan sombrío como ella misma hasta que, como castillo de naipes al que se le arrebata su
piedra angular, terminó por hundirse en su propio mar de lágrimas.
Mientras esto ocurría,
él descendía a toda prisa por la misma escalinata a través de la cual, hora y
media antes, había entrado a la que desde ese momento, tenía por teatro del
absurdo. Estando ya a pie de calle, se tropezó con una señora mayor de unos
setenta años que iba paseando a su yorkshire-terrier, el cual pegó un ladrido
de su tamaño en señal de irritación.
– ¡Oh! Lo siento, discúlpeme señora. Es que... Es
que voy con algo de prisa...
– No importa, no importa. Así es la juventud.
Siempre con prisas...
– ¡Ejem! Sí, bueno... –agachaba la cabeza.
Dijo esto embarazosamente. Tenía la
intención de continuar con su camino, pero la mujer se le dirigió de modo
inquisitivo enganchándole en una conversación más prolija de lo esperado.
– ¿Vienes de casa de mi vecina?
– ¿Qué vecina? –respondió displicentemente.
– ¡De Arianna! La chica joven que es abogada y que
vive en frente mía... Es que te he visto bajar por su escalera mientras paseaba
a George –se refería a su yorkshire-terrier.
Noah se la quedó mirando sin saber muy
bien qué hacer, si buscar una excusa educada para despacharla o quedarse a
escuchar lo que aquella mujer tenía que decir.
– Es una chica bastante ocupada. Si no está con el
teléfono pegado a la oreja, es el papeleo y, si no, los juicios por no sé qué
del hospital... ¡Dios! Menudo ritmo tan alocado. Yo no sé como aguanta...
Sinceramente, yo no podría... Es que ni aunque tuviera su edad. ¡No, no, no,
no! ¡Dios me libre! –dijo pavoneándose.
Él atendía a su discurso venido a
monólogo fingiendo estar interesado, pero repitiendo para sus adentros que
debía salir de allí aunque fuera huyendo. Pues «menudo espectáculo para rematar
la noche...» ¿Para rematar la noche...? Aquello no hizo más que empezar:
– Lo que me sorprende y, no sé cómo lo hace, es
que pese a tener un horario tan ajetreado, encuentra un huequecito para mí.
Porque, cuando la necesito, siempre me echa una mano... ¡Es que es un amor de
muchacha...! La quiero como si fuera mi hija... –suspiraba anhelante–. ¡Cuánto
me hubiera gustado tener al menos un hijo...! ¡Y si fuera una niña...! Pero no
pudo ser.
– Una pena... Es una pena...
– Y es que mi George... ¡Oh, mi George! Es mi
marido; bueno... era mi marido. Murió en la guerra de Vietnam... Y para
recordarle más de cerca, me compré un yorkshire y ahora es él el que lleva su
nombre... Es que es un perrito cariñoso y me recuerda a mi esposo. Él lo era
más todavía, obviamente… Pero bueno, tendré que conformarme con los mimos de mi
otro ‘George’... –se agachó y le dio un beso a su medida en su hocico diminuto.
Noah la miraba compadecido.
– ¡Perdona, hijo! Es que cuando me pongo
sentimental se me va la cabeza, –decía con gesto alegre– tanto que ni si quiera
me he presentado. Puedes llamarme Molly aunque todos en el barrio me conocen
como ‘Señora Patterson’…
La Señora Patterson era una veterana de
pelo cano envuelto en un clásico y prominente moño que la convertía en una
especie de aparición procedente de los tiempos de ‘Jackie Kennedy’ que, para
mayor excentricidad, parecía llevar ataviado un pesado pero elegante turbante
de seda blanca al más puro estilo hindú. En otras palabras, era toda una reliquia
–con gafas de pasta adornadas con incrustaciones de bisutería fina, por cierto–
digna de museo de historia contemporánea.
– ¡Oh, Noah Brown! Para servirle.
– ¡Qué educado! Mucho gusto... ¡Ah! ¿Por dónde
iba? ¡Ah, sí! Mi adorable George... Pues a este ritmo, temo que Arianna acabe
como yo, sola, sin nadie con quien compartir su vida… más que con una mascota,
que no es nada malo pero... Porque está en la edad de tener una relación
estable… Y al verte bajar por su escalera... He pensado que tal vez...
– ¡Oh, no, no, no! Tan sólo somos compañeros de
trabajo. Vine porque le había surgido un problemilla de salud aunque...,
finalmente, no era nada serio. Un sustito de nada… «Si usted supiera...» –pensó
para sí.
– ¡Ah! ¿Qué es usted médico?
– ¿Yo? ¡Hummm! Sí..., usted lo ha dicho...
–respondió como no queriendo descubrir su identidad, pero ya era demasiado
tarde; además, su maletín le hacía un flaco favor al respecto.
– Pues no sería mala la combinación: una abogada y
un doctor... Si quieres que te cuente un secreto, –se le acercó un poco más y
bajó el volumen de su voz, musitando– formaríais una gran pareja.
Habiéndole revelado el “secreto”, se
apartó de él de un respingo y continuó con sus divagaciones como si de una
locución telefónica interminable se tratara. Quién sabe, igual trabajó en su
día como tele-operadora:
– Los dos sois guapos, con estudios y, más encima,
en la flor de la vida... ¡¿Quién me diera la oportunidad de retroceder por lo
menos treinta años...?!
¿Le estaba tirando los tejos o lo que
realmente sentía era envidia sana?
– Bueno, bueno. Me voy, me voy que ya he hablado
demasiado y es tarde y he de darle a mi ‘George’ su cena, que seguro que está
hambriento. ¿A que sí? –farfullaba mirando y mimando a su perro, al cual ya
había cargado y lo acunaba en sus brazos como si fuera un recién nacido.
El yorkshire asintió a su manera, con un
pequeño ladrido.
– Me voy, me voy. Ya no le entretengo más.
Encantada de conocer a un joven tan apuesto y educado como usted.
Y le guiñó el ojo derecho haciendo una
demostración de su sensualidad ya marchita, pero evidentemente cualquiera se
daría cuenta de que se moría de ganas por adquirir aunque fuera un frasco de
ambrosía para revertir el proceso de envejecimiento si esta sustancia existiera
en el mercado; tendría, no obstante, que conformarse con, además del cariño de
su otro ‘George’, con el amor de sus ensoñaciones. «¿Se me está insinuando una
señora de setenta años?», pensó Noah con el ceño fruncido.
Viendo a la mujer
alejarse contoneando todo el cuerpo, sin apartársele de su rostro el
desconcierto, Noah adoptó un gesto de reflexión pues la Señora Patterson –sin
la menor intención– le había dado información fundamental para poder atar cabos
sueltos; dio media vuelta decidido a terminar de atarlos...
El reloj no dio tregua
contabilizando las horas y la oscuridad más absoluta de una noche que apuntaba
a ser más larga de lo habitual se volvía igual de gélida, cayendo plomiza sobre
cualquier objeto, ya fuera viviente o inerte. Ésta, en su profunda búsqueda
enfermiza, pudo encontrar a su más fiel representante en la figura doliente y
taciturna de Arianna, quien permanecía en mitad de su salón sombrío con la
mirada perdida en medio de ninguna parte. «¿Qué he hecho?» «¿Por qué tuve que
hacerle caso a Sharon?» «¡Era una idea disparatada!» «¡Y mira ahora...!»
«Después de esto, ya no volverá a dirigirme la palabra... Y menos, después de
haber frivolizado con su profesión.» Su cabeza era como una olla a presión
humeante que iba a explotar de un momento a otro por tantos autoreproches
callados. Y eran tantos que rozaban ya una autocrítica tan perniciosa que
acabaría por destrozarla y convertirla en un puchero de lamentos quemado
cuando, de repente, ese mismo silencio se vio roto por tres golpes secos,
huecos, como si aquella estancia se hubiera convertido en una especie de gruta
de roca caliza con sólo una estalagmita: ella. Los golpes procedían de la
puerta. Ninguna respuesta. Ningún movimiento. Tras varios segundos de espera
que parecieron eternos, se repitió la pauta. «¿Y ahora quién será?» Con gesto
perturbado y enjugándose las lágrimas, se dirigió con desgana hacia la puerta,
agitando ligeramente su voluminosa y esponjosa melena leonina. Después de
luchar contra sí misma, a duras penas, consiguió llegar a la puerta y abrir…
– ¡¿Tú...?! –en una mezcla extraña entre enfado,
sorpresa y alivio; alivio, porque tal vez no estaba todo perdido; en los ojos
de Arianna brillaba un atisbo de ilusión y esperanza.
Sí, él. Noah estaba de
espaldas a la puerta pasándose la mano izquierda por su cabeza y, al oír
abrirse la susodicha, tras dos intentos, dio un giro de ciento ochenta grados a
la derecha. Extrañamente, daba la impresión de estar frente a un marine recién
salido de su periodo de instrucción, deseoso de volver a ver a su amada, a la
cual se había visto obligado a abandonar para enrolarse en el ejército...
– ¿Puedo pasar…? –preguntó en tono solemne.
Ella, saliendo de su asombro, se quedó
unos segundos discutiendo mentalmente si dejarle o no entrar. Finalmente, se
hizo a un lado invitándole a pasar... de
nuevo.
– Pensaba que te habías marchado y...
– De hecho, sí. –La interrumpió–. Pero me he
topado con una señora que dice ser vecina tuya y... hemos estado charlando un
poco... –decía cabizbajo.
– ¡Ah! Será Molly... Qué bien... –y suspiró de
agonía, expectante por el misterio que levitaba en el aire.
Arianna tenía el típico gesto de querer
decir muchas cosas de una sola vez, pero que no acababa de decidirse a hacerlo.
Él tomó la palabra entonces...
– ¡Hummm! He estado pensando seriamente y... he de
pedirte disculpas... por lo de antes... –seguía cabizbajo, pero lanzando de vez
en cuando alguna que otra mirada furtiva.
Ella parecía hallarse
en un nuevo estado de confusión; recordaba lo sucedido. Con manos temblorosas,
luchaba por mantener la compostura y la camisa en su sitio para que le cubriera
el torso semidesnudo. Se la había dejado sin abrochar por desilusión y
tristeza.
– Sí… He vuelto para pedirte disculpas por lo
ocurrido. Considero que tal vez me haya pasado un poco... ¡Qué un poco…!
¡Mucho! Y no me parece justo. Más encima es tu casa y... yo no tenía ningún
derecho a avasallarte de esa manera. Te he faltado el respeto y... lo siento.
Arianna le miraba como si no estuviera
viéndole, pareciendo no acabar de entender la situación que se estaba dando.
Los signos evidentes de haber estado llorando, aún permanecían en su rostro
angelical. Él continuó su discurso.
– ¡Puf! Es que este trabajo está pudiendo más
conmigo que yo con él; hay veces que la presión es demasiada y...
– Entiendo –se dispuso a señalar en tono seco,
estaba realmente superada por el momento.
Él la miraba con gesto lastimero,
mordiéndose el labio inferior por dentro e indirectamente evaluando los daños
causados por sus palabras como si fuera un perito en un desastre natural. Y es
que, en este caso, fue un desastre psicológico.
– No sé si me perdonarás o no... Lo más seguro es
que no, pero... –arrugando la frente, inclinó la cabeza hacia abajo; ya no
sabía qué decir, se sentía avergonzado–. Nada… Creo que va a ser mejor que me
vaya…
Como un resorte, en milésimas de
segundos, Arianna extendió su brazo izquierdo para intentar cogerle de la mano
y así evitar que se fuera, porque él hacía el ademán de irse; cuando lo logró,
consiguió atraerle hacia sí y, con verdadero ansia, le besó en los labios. Luego,
se apartó de súbito tragando saliva fuertemente. Por fin le había dicho todo lo
que realmente sentía, pero condensado en aquel beso tan desesperado; su
respiración se aceleró sobremanera, boqueaba, producto de su atrevimiento. El
otro, no acabándose de creer lo acontecido, se humedeció y lamió los labios
disimuladamente:
– ¡¡Arianna...!! –se extrañó–. «¡¿Pero qué…?!»,
pensó para sí.
Noah intentaba armar el puzle completo de
todo aquello, continuando con lo que empezó a hacer tras la charla fortuita con
la señora Patterson. En tan sólo unos minutos, quería y quiso darle algo de
sentido, por ejemplo, al encontronazo en aquel ascensor donde, tras veinte
largos años, Arianna le reconoció porque su mirada, la misma de aquel
adolescente sentado en uno de los bancos de aquel parque en el que ella solía
jugar, no había cambiado un ápice…; o las veces que ella le esperaba a la
salida del trabajo –un día sí y otro también– sentada en la bancada de piedra
que rodeaba la entrada del hospital, casi siempre escribiendo en su portátil…;
o ese interés por aspectos directamente relacionados con su vida personal,
tanto la actual como la de su pasado…; o la complicidad que se traía con Davis
para darle la sorpresa de la fiesta de su treinta y dos cumpleaños, en la que
le regaló unos preciosos y valiosísimos gemelos de oro blanco…; o, más actual,
la “escenificación” previa, fingiendo sufrir un ataque de ansiedad…; y, ahora,
ese beso…
Habiendo finalizado su fugaz memorando
mental, acertó a decir:
– Eeehhh… Quiero… Quiero que… Puf… Quiero que ante
todo sepas que no voy a... no quiero obligarte a hacer nada que no quieras...
–habló con pausas, cerciorándose de que escogía las palabras adecuadas–.
Conque...
Jadeante y sin
pensárselo dos veces, ella no le dejó terminar de hablar y le regaló un segundo
beso que equivalía a un consentimiento verbal. Él, todavía algo inseguro pero
con las ideas bastante más claras que al principio, fue desprendiéndose de las
pocas dudas que le quedaban y reaccionó, finalmente, yendo a su encuentro para devolvérselo
más efusiva e intensamente. Y es que todo este tiempo, desde aquel cruce en ese
ascensor, él sentía lo mismo, sólo que no lo exteriorizaba por temor a sufrir
las mismas ampollas de siempre; fue, cómo decirlo, amor a primera vista. En
seguida, soltó el maletín que, en aquel momento, le era más un lastre que sus
propios útiles de trabajo y para su mayor comodidad, la agarró por la cintura y
la cargó en brazos dejándose guiar por sus indicaciones, sumando a esto su
propio instinto más salvaje. Y pese a que el pasillo brillaba por su oscuridad,
éste era como si se iluminara a cada paso dado por la flamante pareja. Una vez
dentro del habitáculo que ella tenía en uso, Noah la soltó suavemente quedando
ambos de pie, el uno frente al otro... Él cerró la puerta con el tacón de sus
‘Derby’ negros –a los que desató los cordones hábil y fugazmente–, encendió la
luz, aparte de su fuego interior y, de inmediato se deshizo de la americana que
vestía; se descalzó, y se sacó la camisa que llevaba por dentro del pantalón,
ante la cautivada mirada de ella. Más ligero, le acarició el rostro tiernamente
y haciendo esto la besó como si no fuera a haber un mañana. Procedió a recorrer
parsimoniosamente cada centímetro de su piel. Y como si estuvieran bailando un
vals, “su vals”, la cogió de su brazo izquierdo, el cual levantó en vertical y
la hizo girar para que quedara de espaldas a sí. Cuidadosamente, le retiró el
ondulado cabello haciéndolo a un lado y así dejar al descubierto su terso
cuello de cisne al que daba pequeños mordiscos amorosos, saboreando su salitre.
Involuntariamente, ella se estremecía. Pero él no paró allí, ese era sólo el
segundo puerto… Después, le retiró la camisa que llevaba de por sí desabotonada
parando luego a mitad de espalda para soltar los amarres de su fina lencería
y... la nao, su nao, se echó a la mar, un mar ya no de lágrimas sino de
ferviente felicidad y pasión. Así fue arrebatándole todas las prendas
restantes, como si éstas le fueran dañinas si no las retirara a tiempo. Pero,
¿a tiempo de qué? Volviendo a bailar su vals tan peculiar, la hizo girarse una
vez más y, estando cara a cara, se miraron insaciablemente a los ojos. Ahora
era su turno: ella iba desabrochándole y levantándole la camisa pausadamente
–igual de blanca como la que minutos antes llevaba abierta–, como fotografiando
cada milímetro de su atlético torso de nadador, dejando al descubierto el
colgante negro en derredor de su tonificado cuello, el cual portaba un pequeño
crucifijo de plata de ley que un día le obsequió su primer compañero de
batallas. Arianna posó sus cuidadas manos sobre sus pectorales para
posteriormente deslizarlas hasta la altura de su cintura... Se amaban con
locura; se devoraban con sólo mirarse, dando muestras más que plausibles de una
pasión reprimida e ingobernable... Pareciera haber estado en esta situación por
más de dos siglos. Corrían por sus venas, a la sazón, frenéticos impulsos
nerviosos en puro estado de agitación y... al fin, corazón con corazón,
latieron juntos al mismo compás.
¡Inquietante…! ¡Apasionante...!
¡¡Palpitante…!! ¡¡Apabullante...!! ¡¡¡Asfixiante...!!! Pero..., ¿qué pasaba?
¿Qué sucedía? Todo el cuerpo de ella estaba tensionado, en exceso tensionado. «¿Pero
por qué haces como si no quisieras…? ¿Por qué...?» Entonces, lo supo: era tan
pura como las nieves del deshielo. «¿Pero por qué no me lo dijiste?» «¿Por qué
no me comentaste nada?» «¡Si no, yo no hubiera…!» «Ahora lo entiendo todo...».
Y tras su breve periodo de reflexión culpable, siguieron amándose; él la siguió
amando, pero esta vez, con más mesura... Su forma de disculparse fue recorrer
cada rincón de la geografía de su cuerpo, escalando cada uno de sus accidentes
–ahora temblorosos y, por ello, resbaladizos– sorbiendo el néctar que manaba,
anegaba y corría revoltoso a través de sus vívidos valles, navegando y llegando
juntos a la cúspide inefable de su amor; surgió, como consecuencia de aquel
frenesí, una mano tersa y delicada de entre las inmaculadas sábanas que se
aferró arrastrándose con nervio a una de las mismas, mientras que la otra le
acariciaba la frente y cabello ya húmedos y…
Y todo iba
aparentemente bien, todo funcionaba a la perfección… Todo… hasta que... ¡¿otra
sorpresa?! «Y ahora, ¿por qué me das la espalda...?» Desconcertante situación.
En tremenda tesitura se encontraba; Noah la miraba de cuando en cuando por el
rabillo del ojo izquierdo. Con la espalda toda húmeda, adherida al armiño de
las sábanas, exhausto y respirando hondamente, y viendo la nula reacción de
ella, optó por dirigir su mirada al techo y éste, por cortesía, se la devolvía
en silencio a tenor de la situación. «¿Le habré hecho daño…?» «¿Pero… qué iba
yo a saber, si ni siquiera me dijo nada?» «¡Dios! He disfrutado del privilegio
de tenerla, de tener su… ¡Ojalá pudiera saber qué es lo que está pasando por su
cabeza...! Pero eso ya sería pedir demasiado...» Esa angustia lo estaba
abrasando por dentro. «Quizá sea mejor que me vaya; de todas formas es lo que
he hecho siempre... Pero… ¿con qué excusa?» Simultáneamente, Arianna miraba a
la cómoda de teca pegada a la pared izquierda, respecto a sí, de la habitación,
repasando gustosa y lentamente lo que acababa de suceder entre los dos minutos
antes y, mientras lo hacía, cerraba los ojos y se rozaba los labios con el
anverso de los dedos de su mano izquierda como no queriendo dejar escapar el
sabor de los besos dados por sus carnosos labios… Y ella atendía a su
respiración con intriga; ésta ya no era tan agitada, era ya más armónica y
suave… Por la otra parte, sin terminar de decantarse por una opción clara, si
irse o quedarse, advirtió cierto movimiento en el lado opuesto del lecho:
Arianna se estaba girando para quedar de costado mirándole a los ojos
fijamente, como si tuviera la intención de leerle el pensamiento. Él, tras un
largo silencio de prospección, se dispuso a llevar la iniciativa –como
resultado de su impaciencia, ya a flor de piel– al ver que la otra no la tenía:
– ¡Hummm! ¿Cómo estás…? ¿Cómo te sientes...? –el
corazón parecía habérsele salido del sitio para alojarse en su garganta; se le
quebraba la voz.
– Más viva que nunca... –sonríe abiertamente– Y
pensándolo bien..., no sé cómo he tardado tanto en darme cuenta de lo que
realmente tenía... –le sigue sonriendo; el otro asiente lentamente con la
cabeza–. De pequeña... recuerdo que me contaban relatos… muchas historias e
incluso muchos cuentos... Lo cierto es que en todos ellos había un denominador
común. ¿Sabes? Noto que estoy viviendo y protagonizando mi propio cuento... De
hecho, he estado tan ciega que no he sabido ver que ese mismo denominador común
lo tuve y siempre lo he tenido delante. Y… y ahora mismo lo tengo frente a mí
–él la mira apretando la mandíbula; casi se podía oír cómo rechinaban sus
dientes.
Noah se quedó en silencio contemplándola
obnubilado con ojos agradecidos, esbozando una sonrisa de lo más cándida:
Arianna, sin querer, se le había convertido en su maja desnuda particular. Ella
prosiguió.
– Y tú… ¿qué piensas?
– ¿Que qué pienso? No sé… ¿en qué sentido…?
–hablaba con su voz seductora de siempre, dando muestras de que la pregunta le
había cogido totalmente desprevenido.
– ¡Oh, vamos! ¡No te hagas el tonto!
– Y no lo hago –respondió en tono juguetón.
– No, en serio. ¿Qué soy yo para ti?
Tardó un mundo en
contestar a la que fue, sin ningún género de duda, la pregunta más simple pero
al mismo tiempo más difícil a que hubo contestado jamás, hasta que por fin
salió de su bloqueo:
– Pues... ¿Quieres que te sea sincero?
– ¿Tú qué crees?
Resoplando e inhalando todo el oxígeno
de la habitación, contestó:
– Sinceramente... Eres lo mejor que me ha pasado en
la vida... Te lo digo de verdad. Eres lo mejor que me ha podido suceder en
mucho tiempo. En otras palabras: eres un regalo venido del cielo…
A ella se la veía
claramente entusiasmada pero a la vez confundida, pues no supo cómo interpretar
ese mensaje tan enigmático como su emisor:
– Dado mi expediente de decepciones a causa de los
desengaños que he sufrido, tú has resultado ser el punto de inflexión en mi
historia, la luz al final del túnel. Antes de conocerte, digo en profundidad,
yo miraba la vida desde un punto de vista escéptico. Preferí no hacerme
ilusiones con prácticamente nada, ni crearme falsas expectativas porque, de
otro modo, me hubiese sido más duro el hecho de tener que afrontar los golpes…
Y es por lo que, al principio, te veía desde la indiferencia, como a todo. Sin
embargo, tú te me fuiste acercando poco a poco, incluso ya hasta te unías al
recorrido de vuelta a casa. Llegabas incluso a esperarme para que hiciéramos
juntos el trayecto y sin esperar nada a cambio ni exigir nada. Ahí ya te empezaba
a considerar como una amiga más, aparte de Davis, claro... Pero es que aquello
no se detuvo allí. No sé cómo ni en qué momento dejé de verte como tal para
empezar a verte como lo que eres, como mujer. No obstante y pese a lo evidente,
nunca me atreví a confesarte mis sentimientos directamente. Me volví, por
tanto, una especie de anacoreta. En mi cabeza siempre resonaba una voz que me
advertía de los peligros de un nuevo intento por entablar otra relación
amorosa, pues fracasaría con toda seguridad; me decía que era inútil, pues iba
a ser lo mismo de siempre; o si no, que lo olvidara, que no perdiera más el
tiempo, porque todas son iguales... Pero, esos razonamientos no son para nada
ciertos, y tú eres la excepción a la regla y que la refuta. Por ello es por lo
que hoy, esta noche, me siento el hombre más afortunado del mundo; ni te
imaginas cuánto y lo importante que es para mí el hecho de estar aquí, contigo,
que por primera vez en mucho tiempo he vuelto a sentirme querido, arropado,
amado y, tal vez esto sea lo más importante: valorado por lo que soy como ser
humano y no por lo que tengo, como me ha venido ocurriendo desde que supe que
poseía todo lo que poseo hoy en día. Porque yo... yo no era nadie... Y... y me
quedé sin nada –rezumaba melancolía por todo su cuerpo.
Y es que su pérdida excedía a lo meramente
material.
– ¡¿Cómo es eso?! No sabía que...
– Es largo de contar –la interrumpió– y prefiero
no hablar de ello ahora. Ahora no. No es el momento... Yo...
– ¡De acuerdo, de acuerdo! ¡No importa! Yo sólo
quiero estar contigo, aquí, los dos solos, sin nadie que interfiera. Ya
bastante hemos esperado para que llegara este momento y ojalá se detuviera el
tiempo aquí. No sé pero, cuando te vi por primera vez sentado en el banco de
aquel parque… fue como si te conociera de toda la vida, me dio la impresión de
que ya te había visto antes... No sé, quizá sean cosas mías, da igual. Pero
daría cualquier cosa por estar así, como estamos ahora mismo, por toda la
eternidad.
– ¡Ejem! Bueno, ten en cuenta que tenemos todo el
fin de semana, si es que a eso lo quieres considerar una eternidad...
– Pues antes de que transcurra esa “eternidad”, he
de revelarte algo, aunque ya poco importa... ¿Recuerdas que en su día te hablé
de una supuesta relación que me había surgido por suerte, según tú...?
– No mucho pero... ¿a qué te refieres exactamente
con “supuesta”?
– ¿De verdad que no te viene nada a la mente...?
–Noah la miraba atónito e interrogante. – ¿No te das cuenta? No existía ese
“otro", todo el tiempo hablaba de ti pero de forma solapada, en tercera
persona. ¿No te diste cuenta de que no acababa de darte datos concretos, sino a
grandes rasgos? Ten en cuenta que soy abogada y la palabra es mi punto
fuerte...
Finalmente, y dejando
escapar un sutil gesto picajoso por parte de él, se besaron nuevamente. Al cabo
de un rato, ella cayó en un sueño profundo e inolvidable sobre su latente
pecho. Era ya la una y media de la mañana. «¡Dios me ha bendecido contigo,
Arianna!» Noah no era capaz de conciliar el sueño. Era más por el cúmulo de
emociones experimentadas que por insomnio, del cual padecía con más frecuencia
de lo habitual... Se quedó contemplando cómo Arianna dormía plácidamente y esa
tranquilidad, indirectamente, se la estaba contagiando a él para facilitarle el
descanso. Sin embargo, no podía, no quería entornar los párpados para no
perderse el concierto de viento otorgado por su respiración armoniosa cuando,
de manera inesperada, se sintió una fuerte vibración que prorrumpió en la
estancia, quebrantando la tranquilidad reinante. Venía del maletín. Noah pudo salir
sigilosa y airosamente de la cama como un acróbata avezado para localizarlo a
tientas, pues no quiso encender ninguna luz y acabar despertándola.
Sorprendentemente, no erró en su búsqueda a oscuras; tenía bastante bien
entrenado su sentido de orientación para ser solamente un médico. Resultó ser
el ‘busca’ y no se trataba de un mensaje de aviso del hospital precisamente...:
«PCFC
PRK, OK? – 30 MINS. – BE ON TIME. N.J.»
(PCFC PRK, ¿DE ACUERDO? – 30
MINUTOS –SE PUNTUAL. N.J.).
[1]
Tumor habitualmente no canceroso que se desarrolla en los nervios periféricos,
en este caso, afectando al nervio facial.
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