27 diciembre 2021

Misión: deseo cumplido








Doris Galván, de profesión divorciada —no una ni dos veces, sino que iba por la sexta–, parecía estar afiliada a bailar con el más feo. Se hallaba en el ocaso de los cuarenta, sin hijos y sin canas en su aún voluptuosa cabellera castaña. Era viernes noche. Por poner, se había puesto cómoda aparte de una película; sus favoritas eran las del Agente 007.
«Ya no es mi Pierce Brosnam, pero su sustituto tiene su aquel y tampoco es que me amargue jugar el todo por el todo en cierto Casino», se dijo mientras sacaba las palomitas del micro.

Acabó cogiendo el envoltorio por el borde superior para no abrasarse las yemas cuando oyó una especie de cortocircuito que hizo parpadear las luces. Aún en mitad del pasillo, la penumbra lo conquistó todo.

De pronto, una voz seductora quebró la umbría:

—¿Pero dónde estoy? ¿Cómo he llegado aquí, si hace nada que me querían coser a metralla...?
—¿Craig, Daniel Craig? ¡¿De verdad eres tú, perdón, es usted?!
—Mmm, depende de quién lo busque...

Girándose y viendo lo que tenía delante, rebajó su tono un tanto hostil:

—Bueno, más bien soy el Agente 007. Puedes llamarme Bond, James Bond –dijo extendiendo la mano.
—Ya, si ya lo veo, ya...

«Si es que estás mejor en persona; ¿deseo cumplido?», le tembló el pensamiento.

La Galván se relamió por dentro, a pesar de su asombro.

—¿Y con quién tengo el gusto?
—Galván, Doris Galván. Y la verdad es que tengo otra misión asignada para usted...
—Por favor, tutéame.

Acercó el suave y perfumado dorso a sus carnosos labios.
Lo cierto es que no hicieron falta las luces.
Prenda de seda y esmoquin besaban ya el parqué...

11 diciembre 2021

Un adiós disfrazado de volveré

 




Cuando te vi por primera vez en aquel parque, supe de inmediato que mi corazón, si latía, era por tu mirada gris diamante. Como también supe que justo allí me verías partir.

Recuerdo aún tu gesto divertido al tiempo que dividido pues, por un lado, entendías que era mi deber incorporarme a filas para luchar por la paz, más bien por ti pero, por otro, me dijiste que a partir de mi marcha vivirías al cincuenta por ciento y bajo la convicción de que siempre mantendrías vivo el recuerdo de lo nuestro y harías todo lo posible por seguir ayudando al prójimo cuando lo necesitara, como viste que hacía yo cuando nos conocimos y ahí nuestro amor fraguó.

Solté una carcajada teñida de congoja, dado que era consciente de lo que me dejaba atrás por una guerra a la que apenas encontraba sentido.

Sin embargo, en mi mente latía la frase inequívoca residente en la boca de cualquier soldado: «Todo por la Patria». ¿Pero la Patria lo daba todo por mí?

Fue entonces cuando se te ocurrió una idea. Me tomaste de la mano, reímos, saltamos, corrimos como dos críos hasta decir basta. En ese momento de hastío te susurré al oído que quería tenerte ahí adentro aunque fuera por escasos minutos; una, dos veces, las que hicieran falta.

Antes, pusiste en bucle esa canción en el Spotify para que mientras lo hiciéramos sonara, entre otros, un inolvidable verso: «[…] Nada por lo cual matar o morir». Pero también recuerdo que te dije: No te equivoques, Oscar; morir moriría y muero por tí.

Me despedí lenta y tiernamente con un adiós disfrazado de volveré y lo mejor de todo es que tú lo sabías, porque me iba al frente cargada con la munición de tu amor.

Ya van cuarenta meses desde aquel 5 de mayo de 2008.

Va de tostadas la cosa...

 



—¡Telma! ¿Dónde andas? ¡Libros! ¡¡Libros!! ¡¡¡SIEMPRE LIBROS!!! ¡¡Déjalo ya y ven a la cocina!!

—Descuida, mamá; ya vendrá. Seguro que está en la ducha. Siempre ha sido una lentorra.

—Mira, Luisa... Que sea tu hermana no es excusa para que la justifiques todo el tiempo. Así que tengamos la fiesta en paz. ¡Tú, como tu padre, siempre mimándola!

—Buenos días, cariño; familia. ¿Hablábais de mí?

—Otro creyéndose el ombligo del mundo...

—¿Ombligo? Primero que todo, suaviza esos ánimos. ¿Se puede saber qué tripa se te ha roto? Siempre igual. ¿Te apetece que esta noche te lleve a cenar y recordamos «viejos tiempos»?

—¡Qué buena idea, hijo! Creo que os merecéis un poco de intimidad. Ya bastante hacéis por nosotros, mantener la casa, el trabajo.

—¿Quién te dio vela en este entierro, doña Perfecta?

—¡Lo ves! Papá, Telma y la abuela tienen razón. Contigo no se puede hablar. Lo tuyo es «ordeno y mando». Papá, ¿me pasas el zumo de arándanos?

—Por supuesto.

—¡Santo cielo, esta niña es incorregible! ¿Podremos desayunar juntos y en paz en esta santa casa? ¿Se puede saber dónde se metió tu hermana?

El bebé empezó a llorar.

—¡Déjala, Carmen! Se estará poniendo guapa para ver al novio, que estará al caer. De «alguien» lo aprendería. Entre eso y el manuscrito que la trae de cabeza, ya me dirás.

—¡No me cambies de tema, Andrés. Además, lo mío era diferente.

«Sí, sí...», musitó Luisa.

—Bueno, aparte, ¿no tenía que entregarlo hoy como fecha límite? –apuntó doña Perfecta.

—Es verdad, pero anda, Luisa. Haz el favor...

Dejó al bebé en brazos de su abuela.
Avanzó hacia el cuarto de su hermana.
La puerta, entreabierta.

—Te estamos esperando para desayunar.

Sin respuesta.

«Vaya, estará profundamente dormida.»

Ya dentro, la zarandeó con suavidad. Nada.
Un segundo intento más vigoroso. Tampoco.
Posó dos dedos sobre el cuello...

—¡Dios mío! ¡Venid! ¡Telma está...!
—¡Tostada, que se te quema la tostada! ¡Vamos, bajad de una vez!

¿La meta a cien metros?


Tenía que hacerlo. Esta vez no se conformaría con acariciarlo. El preciado metal debía acabar adornando su cuello. Eran los Juegos Olímpicos y quería que el pueblo japonés recordara su nombre por siempre. Amadou Okay era un atleta senegalés que venía con una meta clara: bajar de los nueve cincuenta y ocho de Bolt, afirmación que repetía constantemente, pero... «Si te quedas sin insulina, ya sabes cómo proceder», insistía su preparador físico.

Vista puesta en su calle: la tres. Corazón en un puño, justo el que tenía apoyado en la línea de salida. Boqueaba mientras se decía incesante que la medalla era suya. Sentía las sienes presionadas por un público tanto o más ávido de triunfo, amenazándole supuestamente con volverle la espalda para los restos, renegando de su existencia. ¿O era su mente la de la jugarreta? Comenzó a transpirar de forma abundante; le pareció estar viendo una constelación de estrellas danzantes. Bajó la cabeza.
Al ver la situación, varios responsables del evento se le acercaron preocupados por su estado.
Se retiraron en breve.

Okay les dijo que todo iba bien, que era su método de concentración. Al rato, el mismo aluvión de recomendaciones de su especialista agolpaban su cabeza nuevamente. «¡Ya, ya, ya lo sé!», voceaba para sí, ignorante de las miradas inquisidoras de las calles aledañas. ¿Lo tomarían por loco?

Al fin, la cuenta atrás. Todos en sus puestos. Adrenalina. Tensión. ¡El disparo! Calles centrales disputándose la victoria en menos de diez segundos con la aventajada siete. Contra pronóstico, la número cinco se alzó con el segundo puesto.

El marcador luciendo un nueve cincuenta y siete intermitente. ¡Un nuevo récord!

Okay... ¿Dónde estaba Okay? Dos cucharaditas de vinagre de manzana disueltas en ocho onzas de agua saciaban su garganta:

—¡A esperar otros cuatro años...!