Hablar de Federico García Lorca es hablar de dualidad. E, irremediablemente, hacerlo de ésta es internarse ya no en un mar, sino un océano de contrastes. No tanto en el sentido más estricto de la competitividad, pero sí en el de la búsqueda de la complementariedad perfecta tal como la concibe el propio Lorca.
SONETOS DEL AMOR OSCURO la considero una obra donde nuestro autor da rienda suelta a su espíritu jovial —y no menos disruptivo— en ese juego de "decir sin decir" o, en su caso, "decir mucho en poco" y que nadie (o casi) querría que se dijera, al menos no en público, siempre alzando copas a rebosar del gran reserva de litros que mantengan las apariencias. ¿Resultado? Todo un elenco de pocos versos, catorce por cada poema albergado aquí, que en realidad ejercen de disfraz perfecto para esas espadas endecasílabas de doble filo consonante.
Porque, dado el clima tan represivo con el que le toca codearse, lo suyo viene a ser algo parecido a vivir con las Manos cortadas, al no poder expresar abiertamente todo su sentir, todo su amor por alguien que ni mucho menos me esperaba: Salvador Dalí, su amante secreto (y con cuentagotas), su amor prohibido.
Sin embargo,