«¡Quince años desde que dejé mi tierra! Si nací del mar y… ¡su sal! No me explico qué hago aquí en Berlín, tratando de encontrar el camino ¿que me lleve a mí? Ridículo.»
Salimar Moreno, malagueña de cuarenta años, dedica, mal que me pese, su vida, a la decoración de interiores —ajenos—, mientras el suyo brilla por la ausencia de orden ni concierto. Qué irónica la vida.
Otra jornada “memorable”, y gris, en el estudio compartido con Günter Schneider, su colega, a quien ignora adrede o, directamente, lo único que le importa es diseñar la distribución ideal —layout en su jerga— de la que cualquiera presumiría. De cabeza a mi programa: Marginados anónimos. Siempre hay una primera vez para todo, como todo toca a su fin.
De repente, quiebra el silencio una voz de niña inocente. Salimar lanza inútilmente una mirada escrutadora sin dejar
rincón virgen.¿De nuevo la o… mi voz? Tenía que tomar cartas en el asunto y hablo tanto por la aludida como… por mí.
¿Ilusión o realidad? ¡Se está materializando de la nada tras las cortinas del salón, con ánimo de jugar al escondite! La anfitriona salta entonces de su asiento. Quiere gritar. Cuerdas vocales, impasibles. Corazón en la garganta. Se dispone a atraparla, pero sus manos ¡la traspasan! La ansiedad supuestamente superada, la invita a rememorarla. ¡Desvanecida! «¡¿Dónde se ha metido ahora?!»
Consigue llegar al aseo. El agua no acaba de llevarse el mal trago por la trampilla. En el espejo: la misma niña; le nota algo distinto. De hecho, parece mutar hasta equipararse a su imagen y semejanza, pero con el sarcasmo jugando en las pupilas. «No puede ser», escucho en su mente.
–¿Qué o quién diablos eres?
–¿De verdad lo preguntas? Nos conocemos de toda la vida, Salimar Moreno, pero continúas negándome, perdón, negándonos; tampoco excluyo a tu socio en ese ‘nos’.
–Estoy empezando a perder la cabeza…
–¡Y yo la paciencia! La tienes perfectamente. Te diré qué sucede: te empeñas en desconectarte de mí y has acabado convertida en una insensible obsesiva-compulsiva del trabajo para suplir tu falta de interés por lo esencial. Una lástima que personas como tú sean responsables, sí, pero de hacer desbordar orfanatos . ¿No piensas responder?
En el salón, el teléfono, cansado de sonar. El contestador en cambio…
–¿Sali? Disculpa… Salimar. Soy yo, Günter. Necesitamos hablar.
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