La
noche avanzaba y, con ella, el mercurio iba poco a poco dándose una pausa tras
los altos niveles que llegó a alcanzar durante las horas críticas del día. Era
viernes y a esa hora el bulevar cobraba vida, más de la que solía acostumbrar.
La gente caminaba en grupitos de cuatro a cinco personas e incluso seis,
jóvenes (mayoritariamente) comportándose unos como recién salidos de zonas a
las que aún no había llegado la civilización y otros, más modositos, andando
normalmente sin dar el espectáculo del siglo como los primeros; dedicaban su
tiempo de ocio a reír, bromear, comer sus golosinas, hacer algún que otro
apunte acerca de sus “galas” y, en general, ya planificaban qué garito de moda (y
asequible para bolsillos becados) iba a ser la próxima víctima de sus locuras
de fin de semana. No obstante, y como si fuera la nota discordante entre tanta
hormona revolucionada, pasaba al lado un trío de la segunda juventud, dos
mujeres y un hombre –éste último entre ambas y agarrado de los brazos– a los que
no les ruborizaba lo más mínimo ni los surcos que “maquillaban” sus rostros ni
su poco voluminosa cabellera ya cana, todo lo cual lucían con orgullo como en
un desfile de cuatro de julio; quien sabe, igual hasta iban algo achispados,
adelantándose así a la multitud en la edad del pavo. Completando el cuadro
generacional, Sharon, la atractiva pelirroja, ansiosa por llegar a la puerta de
su casa y tomar sus antidepresivos, tuvo la “buena suerte” de dar con un grupo
de quinceañeros que no hacían sino babear, berrear y dedicarle alguna que otra
“lindeza” subidita de tono al estilo de «¡Eh, tía buena, que estás para
comerte…!» o «¡Que no me entere yo que pasas “hambre”…!» y expresiones
similares, a las que Sharon hacía caso omiso salvo alguna que otra ocasión en
la que sí que puso verbalmente en su sitio a más de un impertinente. Para el
caso era lo mismo, su dolor de cabeza no remitía y para colmo su estado de
ánimo se había visto alterado (para mal) por culpa de esos niñatos. «¡Dios, es
que si los padres dedicaran más atención a sus hijos, no saldrían especímenes
como éstos…! ¡¡Un poco más de educación!!», criticaba mentalmente. Así,
mientras iba caminando por la acera, sonó la sintonía de su móvil. Con gesto de
incomodidad, hurgó en su bolso de ‘Tous’ hasta que extrajo el aparato. «¡¿Richard?!»
Era su ex. Cosa rara dada la forma ‘poco pacífica’ en que lo dejaron. La verdad
del asunto era que él quería intentarlo de nuevo, no era la primera vez que la
llamaba, más bien la acribillaba a llamadas, mostrando su desesperación y sus
ganas de hacer las paces. Sin embargo… «Lo que está muerto, está muerto y no se
puede resucitar…». Sharon, cerrando los ojos, cortó la llamada haciendo gala de
sus malos humos y archivó el teléfono en las profundidades de su bolso,
chocando con el llavero. Ya en frente de su puerta, abrió y, una vez dentro,
cerró con estrépito. Como desquiciada, soltó sus pertenencias sobre la repisa
del recibidor, encendió la luz y, como quien ha estado deambulando durante
cuarenta días por el desierto del Negueb, corrió a la cocina, abrió la nevera
donde guardaba una botella de dos litros de agua, se sirvió un buen vaso (del
cual bebió un pequeño sorbo para refrescarse la boca), localizó sus preciados
antidepresivos en la estantería de en frente, los cogió y los ingirió con el
resto de agua, dando un buen resoplido de alivio. Más relajada, se descalzó,
chutó a un lado sus tacones de vértigo y sin pensárselo dos veces fue a su
cuarto, se desvistió, fue al baño y se dio una ducha rápida; tras salir de su
reconfortante “inmersión”, se puso cómoda, se recogió el pelo con una cola de
caballo y una vez más liberada, salió al pequeño pasillo rumbo a la sala de
estar, desparramándose finalmente en su acolchado tresillo tapizado con loneta
a rayas azul marino cuando su móvil volvió a sonar, pero esta vez se trataba de
un mensaje. «¿Será otra vez el pesado de Richard?», murmuraba Sharon. Con sus
pies desnudos, pegados al suelo por la forma de andar arrastrándose, pudo
llegar de milagro a la repisa donde hubo dejado su bolso nada más entrar; lo
abrió, volvió a introducir su mano en el interior, rescató el teléfono de entre
todos los enseres que portaba (incluido el set de maquillaje para los
retoques), lo volteó y en la pantalla luminosa leyó quién era el remitente. «¡¿Arianna?!
¡¿Ahora me mandas un mensaje, después de haberte esperado delante del hospital
como una idiota tanto tiempo?! A esta chica no hay quien la entienda… Pues
menos mal que era “sólo” un informe….» Procedió a abrir el mensaje:
«Hola, Sharon.
Mira, ¿estás en casa? Siento lo de antes, pero es que no te vas a creer lo que me ha pasado. Bueno, besos. Contesta,
en cuanto puedas».