…Mal que pese, la vida seguía, su vida seguía, al igual que la que llevaba dentro a pesar de no evidenciarse aún. Y como bien reveló aquella noche tras haber ejercido de lavandera, ante la perplejidad de Musoke, su madre sustitutiva, realmente tuvo de su parte a la mismísima Providencia, dado que se le cruzó “un guía” en su camino, que la condujo hasta uno de los trenes subterráneos, con destino a la libertad…
¿Un guía?
— No, no, no Davis. ¡No me mientes a mi tío, no sabes lo que me hizo durante esos dos malditos años! ¡Como tampoco sabes de qué hablas! Ese “señor” aparenta lo que no es. Yo me creí que representaba mi tabla de salvación cuando en realidad me tenía un odio a muerte. La convivencia con él al principio era normal y más en un palacete que todo lo que tenía de majestuoso también lo tenía de lúgubre, a pesar de estar lleno de luz que se filtraba a través de tanta vidriera… ¡Y qué me dices de tanta lámpara de cristal de Sawarovski colgando del techo! Tanto lujo para enmascarar lo que realmente era: una perfecta jaula de oro. Me tenía aislado en el caserón, en una de las habitaciones más alejadas de la tercera planta. Ante sus amigos empleaba toda su hipocresía (cuando yo estaba presente; hasta de vez en cuando me acariciaba el cabello “cariñosamente”, ¿te lo puedes creer?) para interpretar su mejor papel de tío abnegado y preocupado en todo momento por su pobre sobrino huérfano… Pero una noche, de tantas otras de soledad aplastante, le descubrí hablando por teléfono con uno de ellos y me llamaba de todo… Suerte que la puerta de su despacho fastuoso estaba entreabierta y pude escabullirme con sigilo para que no se diera cuenta de que estaba al tanto de la conversación. ¡Es despreciable, un ser despreciable! Tenías que ver las paredes de su “sala de trofeos” como él mismo la llama, un habitáculo de cerca de 500 metros cuadrados de superficie con tapices carísimos expuestos en ellas. ¿Y qué me cuentas de sus reliquias, todas ellas relacionadas con hombres poderos, desde Napoleón Bonaparte hasta el mismísimo ‘Führer’ o Musolini, todos los cuales tenían su mayor aspiración común en controlar absolutamente todo. ¡Me hierve la sangre cada vez que lo recuerdo! Sucedió, creo, por mayo del 95… Pues esa misma noche discutimos fuertemente mi tío y yo, la peor discusión con diferencia; acabé llamándole de todo. «¡Eres un puto fascista de mierda!», le dije. Me cruzó la cara. ¡Pero no era más que la pura verdad! Aquello fue el punto álgido de nuestra mala relación familiar. Y hasta hoy. Así que te pediría por favor que no me lo mentaras más. ¡No sabes cómo me trataba! ¡¡Como uno más de sus empleados domésticos!! Me sentía tan humillado por él que no te lo puedes ni imaginar. Por ello yo me refugiaba en la cocina, comía allí la mayor parte de las veces, junto a los de mi condición. Sentí que empezaba a respirar cuando salí de entre aquellos muros oprimentes y de la mano férrea de esa última noche de enfrentamientos… La misma que me cruzó la cara, como ya te he comentado. No lo olvidaré jamás. Suerte que contaba con una aliada, que había pedido un permiso para visitar a un familiar que tenía pronóstico reservado y por ello no estuvo presente cuando todo aquello ocurrió: el ama de llaves, que también fue nodriza de mi madre, y ahora aún trabaja para mi tío (si es que no ha dimitido ya, porque también ha pasado lo suyo con ese hombre), Mayca es su nombre, una bellísima persona, la única allí dentro pues los otros parecían haber ingerido el mismo veneno que corría por las venas de «mi abnegado tío». Así que por favor, como si no existiera, no me lo vuelvas a recordar. Te lo agradecería. Y ahora si no te importa, vámonos a Fundamentos Científicos, que ya conoces cómo se pone la profesora si se llega tarde a su clase.
El primer año de facultad por lo general no suele ser fácil para la mayoría de los alumnos de una de las mejores universidades donde estudiar Medicina. La de Johns Hopkins fue la elegida para empezar a hacer realidad el sueño de convertirse en médico neurocirujano, como un día lo aseguró ante la presencia de su mentor. La adaptación a la vida universitaria iba afianzándose semana tras semana. Un día, a la salida de una clase de anatomía, en torno a las 12:30h de un miércoles soleado, un hombre con traje de chaqueta negro aguardaba de pie delante del aula de donde salía Noah charlando resueltamente con algunos colegas suyos, entre los que se contaba Davis quien fue el último en despedirse. Despistado al principio, Noah consiguió alzar un tanto la vista por la que acabó cruzándosele por delante el señor antedicho. Éste se las ingenió para verse a solas con él y por el tono empleado, aquel asunto podría considerarse de los importantes, de los serios. Con toda seguridad, este hombre podría ser uno de los catedráticos de la facultad que quería hacerle alguna que otra reseña acerca de una asignatura o algo similar. ¿Iría a avisarle de alguna charla de interés que tendría lugar en el paraninfo? Sin embargo, había algo en él que no acaba de cuadrar con el perfil típico de cincuentón, pelo entrecano, gafas de pasta, chaqueta con coderas, camisa blanca, corbata con nudo Windsor, pantalón recto, mocasines de piel de becerro con hebilla y suela de cuero, fajo de apuntes varios bajo el brazo. No. Coincidía en el cabello, el pantalón recto, corbata azul marino (mal anudada, por cierto) y las gafas, pero fue justo ese detalle, las gafas, que terminó de delatarlo, pues la excelente visión de Noah pudo detectar un brillo extraño en los cristales. Pasó rozando, entonces, el brazo derecho del sujeto, quien hizo el ademán de detenerle que, con cierto disimulo, lo logró. Como acto reflejo, Noah bajó la mirada hacia la mano que le retenía para luego clavarla en los gélidos ojos azules que le instaban a quedarse. ¿Cuáles eran las intenciones de aquel individuo? ¿Qué tipo de noticias, si es que lo eran, traía este supuesto académico? Le abordó de la siguiente manera, aunque tan malo no podría ser, ya que charlaron largo y tendido; le invitó a ir a la cantina del campus donde ocuparon una de las mesas más aisladas y cercanas a un gran ventanal que daba a unos jardines; unas camelias blancas parecían abrir su capullo para darles la bienvenida:
— Te hemos estado observando durante un tiempo razonable… Bueno… desde que entraste en esta Universidad… Hemos tenido asimismo la oportunidad de comprobar que das el perfil perfecto: atlético, deportista empedernido, estudiante excepcional, calificaciones objeto de envidia, cociente intelectual igualmente envidiable… capacidad de análisis… Igual estás interesado en darle un giro de 180º a tu vida imprimiéndole algo más de acción… estímulos fuertes… Ya me entiendes. Como soléis decir vosotros los jóvenes: un subidón de adrenalina…
— ¿A dónde quiere llegar, señor…?
— Nadie. Para ti soy el ‘Doctor Nadie’. Es por tu… “seguridad”. Si aceptas el reto, tu vida va a dar un salto cuántico, llamémoslo así. Vas a disfrutar de esto porque veo en ti al candidato ideal que andaba buscando, tienes lo que hay que tener. Te lo facilitaremos todo, entrenamiento integral incluido. De ahora en adelante, te harás llamar ‘Rey Cobra’, porque tus movimientos son tan sutiles y precisos como los de ese reptil, por no hablar de tu habilidad visual al haberte dado cuenta de que éstas no son ni mucho menos unas gafas graduadas. Me has sorprendido para bien… Yo mismo seré tu instructor e intuyo que haremos buenas migas. Normand Jones. Ese será tu objetivo al término de tu periodo de adiestramiento. Tenemos sospechas de su implicación con ciertas organizaciones como el NEIT, las cuales operan contra nuestro país. No obstante, te iré informando más en profundidad conforme vaya viendo tu evolución, la cual estimo será favorable. Lo superarás con creces, lo sé. Sólo entones, planificaremos tu itinerario como infiltrado, es decir, tendrás que ganarte la confianza del sujeto mencionado. Luego, quedará esperar. También forma parte de este oficio, observar y cazar la oportunidad cuando se presente. Para ello, deposito toda mi confianza en tu sagacidad. Todo dependerá de hasta dónde te lleve. Bien. Ahora que ya está todo tan claro ¿te apetece un café?
Hace seis meses, en la cafetería del campus…
— ¡Vaya, vaya! ¡Chicos, mirad! ¡Si aquí viene el “señor mariposón”! Va por ahí presumiendo de valiente, pero a la hora de la verdad se raja; esconde la cabeza debajo del ala como las gallinas, vamos, como lo que es. Además, ese aire circunspecto que se gasta lo que en realidad esconde es a un capullo integral. ¿De verdad cree que con esas se las puede llevar al huerto así como así? ¿Quién se cree que es? Con esa forma tan embaucadora de hablar y ese tono que emplea, un Dandi se cree ser, un Casanova… ¡Venga ya! Habrá que hacer algo al respecto. ¿Tú qué opinas? ¡Dime algo, no te me quedes mirando como si me acabase de nacer un tercer ojo en la frente! Se las da de sobrado, es un sabelotodo y por eso se siente por encima de cualquiera. Si la otra vez que me lo crucé por los pasillos, ¡me miró por encima del hombro! ¿Quién coño se ha creído que es? ¡¿Dios?! Que sea tan bueno no le da derecho a pasar por encima de los demás…
— Bueno, Davis. Yo creo que tampoco es para tanto y de “mariposón” como lo llamas más bien tiene poquito, por no decir nada… El tío es así, físicamente atractivo, inteligente… Lo que es un objeto codiciable entre nuestro público femenino. Desde que le conocemos no ha fallado casi nunca; a la vista están sus calificaciones, es un hacha, todo sea dicho. Es el típico cerebrito que tiene que haber en cualquier curso. A mí no me parece mal, le va el rollo, lo que implica que tampoco es que tenga una vida social tan plena y activa en comparación con nosotros. Ahí le llevamos ventaja. Aunque, repito, no me parece que represente una amenaza. Lo evidente es que tú por lo visto no le tragas y le tienes unas ganas tremendas, porque ves cómo tu reinado se diluye por donde él pisa. Si antes eras tú el foco de todas las atenciones, ahora parece ser que es él quien está en boca de toda la facultad. Te acuerdas de la chica con la que te liaste la semana pasada, ¿cómo se llamaba?, ¿Susan? Seguro que ya la habrá pasado por la piedra, te lo digo yo. Y sabes cómo creo que las seduce: su mirada, es letal. Hasta a mí me impresiona; a veces me parece estar ante un felino con forma humana. Pero, oye, si tanto te molesta… no sé, se me ocurre una buena forma de darle una bienvenida como se merece.
— Pues sí… Éste seguramente sea más “niño de papá” si cabe que yo, los míos porque están cada dos por tres de congreso en congreso y no tengo mucha relación con ellos, ¿pero él? Ten por seguro que sigue bajo las faldas de su madre. Algo me lo dice. De todas formas, creo saber cómo le puedo dar el susto: un duelo de velocidad. Que demuestre de que pasta está hecho. Cuando menos se lo espere, le pego un “empujoncito” por el lateral y a ver cómo se maneja a más de 200 por hora.
— ¿No pretenderás echarle de la carretera?
— Spencer, yo sólo he hablado de un “sustito”…
— Davis que te conozco… a ti y a tus impulsos...
— También es de Los Ángeles, como nosotros. Deja que termine el año y regresemos todos allí. Conozco la carretera ideal para ponerlo a prueba. Le haré una propuesta que no podrá rechazar…
El otro meneó la cabeza. Davis Clifford Mc Lellan o como se hacía llamar, Davis Mc Lellan –para acortar– así era de envidioso como quedaba reflejado en sus palabras y especialmente ante cualidades que veía en otros que en él mismo encontraban serias dificultades para arraigar, presumiblemente debido al carácter intransigente en los más casos, e inmaduro, que ponía de manifiesto tanto consciente como inconscientemente. De estatura media, excesivamente enérgico, susceptible y rencoroso por naturaleza, era más dado a la acción impulsiva, poco comedida y razonada, no ponderando los efectos secundarios de su “ungüento experimental”. Al menos, se manejaba decentemente en bioquímica básica y física médica; para el resto de asignaturas hacía uso recurrente de sus “anotaciones de emergencia”, burdo eufemismo para renombrar a las famosas ‘chuletas’. No obstante, era una medida puntual puesto que después, con toda su oficiosidad, se empapaba de manuales con objeto de esclarecer toda duda recurriendo en últimas a las tutorías con el profesor de turno. «Si estoy actualmente estudiando medicina ha sido porque, según mi padre, tenía el deber de continuar con la tradición familiar: mi tatarabuelo, fue médico; mi bisabuelo fue médico; mi padre, hizo lo propio y ahora me toca a mí también. Soy hijo único, por tanto no tengo dónde esconderme. Soy la cuarta generación, tendré que dar la talla. Todos cirujanos generales, pero me gustaría destacar de algún modo que es por lo que voy a “esmerarme” en neurocirugía. En esto me permito ser rebelde. Sin embargo, ese Brown… me está llevando la delantera y un Mc Lellan no puede ir a la retaguardia.» Su aspecto de forzudo que se guía por la testa –siempre la llevaba por delante del resto del cuerpo– le confería todas las papeletas para formar parte de cualquier compañía circense, ubicado claro está en el número de gigantes y forzudos.
No era el caso de Spencer Mcbride, con aspecto de europeo nórdico pero de trato cálido, filantrópico y cercano... Bueno, cercano, casi medía dos metros aparte de que su complexión era rubicunda. Gregario, pues en cuestiones de adaptación era experto no sólo en amoldarse a las circunstancias, también en trocar su simple opinión conforme fuera la corriente como por ejemplo con las manías de su amigo Davis, entre las que destacaba su obsesión con el ‘cerebrito’. El segundo de tres hermanos, y único varón, su estilo delicado de comunicación y su empatía jugaban a su favor en lo que a relaciones se refiere. Se valió de su afabilidad y tono relajado para apaciguar a su compañero. Y, sin embargo, no había hombre más directo que él: comedido en las formas, pero sin preámbulos cuando las verdades andaban pidiendo paso. Como estudiante, se situaba en la media pero siempre con el interés depositado en la disciplina de la cirugía vascular. ¿Cumpliría su propósito?
Con el ritmo incesante del periodo académico, llegó la época de exámenes, las ansiedades por terminar de aprehender fundamentalmente los conceptos de cada asignatura propuesta para el programa de primer año y su fijación en la memoria, y la esperanza de que ésta no fallara a la hora de la verdad, los estudiantes hacían su cuenta atrás particular hasta los días más temidos, a falta de conocer las calificaciones de los trabajos finales, los cuales contaban en la media de la nota global. «No hay de qué preocuparse. Si has llevado el temario al día, no creo que se tengan mayores dificultades. La clave está en preguntar las dudas y tener claros los conceptos.» De elegante apostura, naturalidad y don de gentes, cierto era que Noah Brown “caía en gracia” prácticamente a cualquiera que entrara en contacto con él, independientemente del género. Pero no todo en él eran luces. No todo era «tener claros los conceptos» como sostenía ante un pequeño grupo de compañeras del curso sobre ‘Inmunología’, del cual acababan de examinarse. Como en cualquier ciudadano medio, dichas luces existían pero porque había también sombras que las sustentaran, aunque, afortunadamente, encontraba formas de canalizarlas, en especial, con los largos que se hacía en la piscina del campus, en su estilo predilecto: el crol.
Con la llegada del buen tiempo, de vuelta al Estado de origen y como «un Mc Lellan no puede ir a la retaguardia» (era evidente que se la tenía guardada), éste se propuso llevar a cabo su “fabuloso” plan. De hecho, utilizó su labia con mucha astucia para intentar intimidar a su “rival”. De un modo u otro, consiguió las señas de Noah, para recordarle que tenían “algo” pendiente. «La renuncia sería poco caballerosa por tu parte, ¿verdad, Noah?» Como no era de aquellos que faltaban a su palabra ni tampoco ningún cobarde, calificativo con el que trataba de presionarle siempre que tuviera oportunidad, aceptó el reto. Y es que fue la definitiva, pues el nivel de aguante del acosado había llegado al límite cuando su oponente le arrojó el guante expresándose, cómo no, con su arrogancia habitual: «Nuestra ‘Big Sur’ nos espera. ¡Nos vemos en Malibú!»
¿El famoso efecto 2000 afectó únicamente a los equipos informáticos? En este caso, era evidente que el problema afectó en mayor medida a más de uno, pero no exactamente hablamos de ese tipo de “aparatos”. Al parecer, éste encontraría la evidencia en el pulso de la ‘Big Sur’ sobre cuya estampa planeaba la sombra de la ilegalidad. Pero con tal de acallar las voces del orgullo y el pundonor, fue acogida precisamente por la carretera ‘Highway One[1]’, a esas horas, completamente despejada, tomando sólo el segmento Santa Mónica – Malibú Beach. Y llegó el día señalado. La medianoche del sábado 8 de julio fue la hora escogida para dar comienzo a lo que presumía ser una verdadera temeridad y todo gracias a los incautos que la apoyaban. Un acontecimiento que quedaría marcado en la memoria de todos los implicados. Y los motores se pusieron en marcha, con Mc Lellan en un BMW Serie 3 azul marino y Brown en un Audi A4 1.9 negro, sendos automóviles adquiridos por su padre y tutor –respectivamente– como “recompensa” por haber entrado en una de las mejores Universidades para estudiar Medicina de todo el país.
La excitación era plausible. Nervios y músculos de ambos rivales funcionaban a pleno rendimiento. Mirada clavada en el asfalto, esperando a no levantar el pie del acelerador una vez puesto sobre él. Bajaron las ventanillas para dirigirse los últimos reproches antes de ponerse en marcha:
— ¡Eh, Brown! ¡Olvídate de tus doscientos pavos! ¡Reconoce que al volante soy mejor que tú! ¡Retírate ahora que estás a tiempo!
Noah no hizo sino mirarle fijamente y con atisbos de lástima, pero no atendió a sus indirectas. Accionaron el elevalunas eléctrico. Spencer se posicionó a los morros de los vehículos cuyos faros proyectaban su luz sobre sus pantalones kaki. Todo estaba en orden, según pudo comprobar. Ambos partían en igualdad de condiciones. No había trucos. Brazos en cruz, silbato en boca. Miró a uno primero, al otro después, al espacio entre los espejos exteriores por último y, bajando los brazos al mismo tiempo, silbó. El asfalto ardía y lucía sus primeras muescas llameantes. Pronto, los faros traseros fueron engullidos por la oscuridad, sólo oyéndose el ya lejano gruñido de los bólidos. Por el momento, la rivalidad era sana. Cada cual seguía su estrategia: Davis, exigiéndole el máximo a su motor; Noah, más conservador pero tratando de no perderle el rebufo. En la primera curva, poco pronunciada, Noah logró equipararse a su contrincante. Todo discurría con normalidad hasta que Davis dio su primer “sustito”, invadiendo el carril contrario. Por fortuna, Noah logró mantener el control sobre su vehículo. «Pero ¿se pude saber a qué juega este tío? Si sigue con esas, le demostraré que yo también sé jugar sucio.» Quemando rueda, Mc Lellan aminoró un tanto para situarse justo detrás de Brown y volver a arremeter con objeto de desestabilizar. Continuaban ambos a un ritmo endiablado ante la ausencia de cámaras de tráfico por esa altura del trayecto. El Audi hizo lo propio asaltando el carril contrario para librarse del asedio cuando le vino otro auto de frente que apareció de forma fortuita. Con ayuda de malabares de conductor experto, consiguió evitar una colisión frontal. «Conque con esas, ¿eh, Mc Lellan? Te vas a enterar.» Tanto el BMW como el Audi continuaban en una lucha feroz, tan enraizada que empequeñecía y acongojaba a la misma luna llena y acortaba las horas nocturnas para dar paso al día curioso y ávido por dar la enhorabuena al ganador del reto, si es que finalmente lo había.
En el punto de salida aguardaba impaciente Spencer, mirando continuamente su reloj mientras sus otros amigos seguían haciendo sus apuestas y especulando acerca del desarrollo de la carrera. «¡Bueno, ya! ¿Queréis parar de una vez? Me estáis poniendo nervioso. Se suponía que ya tendrían que estar de vuelta. Hace cuarenta y cinco minutos que comenzó esta locura y deberían haber vuelto. Me arrepiento de haber apoyado todo esto. ¡Dios, si en el fondo me cae bien! Brown no es mal tipo. Tendría que haber intentado que Davis desistiera. ¿Qué estará sucediendo? Chicos, creo que será mejor que llamemos a la policía…» Aconsejaba al resto para que entrara en razón cuando se oyó a lo lejos un fuerte estruendo.
Ninguno de los dos pilotos, tan centrados en anticiparse a su rival, empleando toda suerte de maniobras intimidatorias y asfixiando con ello al aturdido acelerador y, por ende, al motor, ninguno se percató de que se avecinaba una curva muy pronunciada (convexa respecto a la línea de playa, lo que la hacía más peligrosa) la cual, bajo conducción normal, obligaba a aminorar la marcha. Obviamente, la norma y los límites de velocidad (infringidos estos últimos desde el comienzo) no evitaron que ambos, Brown y Mc Lellan, Audi y BMW, colisionaran contra el quitamiedos, haciéndolo saltar por los aires, y tomaran la tangente que les llevaba al mismo destino: las aguas mansas del Pacífico. Sólo la pálida iluminación de la luna fue testigo del hundimiento de sendos “autos descerebrados”; cayeron de morros. Ante una altura de casi noventa metros, el océano se había convertido casi en una pista de aterrizaje sólida.
Por fortuna, los vehículos describieron una parábola que les permitió zambullirse limpiamente en un ángulo de aproximadamente cuarenta y cinco grados. Aquello fue terrible. La sensación de ambos conductores, sin embargo, fue radicalmente distinta: mientras a uno le consumía la desesperación, el otro conservaba la calma hasta que la presión se igualara evitando que reventaran los tímpanos. Suerte que los vehículos habían caído en una zona no tan profunda, gracias a su proximidad con la orilla. Se notaba que estaba entrenado, entrenado para esas situaciones y otras peores. Noah miró a su izquierda, todo oscuro; miró entonces a su derecha; vio cómo su compañero desperdiciaba el poco oxígeno que necesitaría para ascender a superficie antes de que BMW y Audi tocaran fondo. El interior había llenado completamente su capacidad. Sólo entonces, habiendo tomado suficiente aire antes, es cuando accionó el mecanismo de apertura de la puerta y con gran empuje logró abrirla, salir a nado e intentar sacar al bocazas de Mc Lellan a quien en esos momentos se le habían quitado las ganas de hacerse el gracioso. Trabajar en apnea no era baladí. ¿Se le habrían quitado ya las ganas al del BMW? Se presupone que algo más se le quitó o estaría a punto de quitársele. Cuando Noah alcanzó el BMW, se asomó por la ventanilla del conductor; Mc Lellan estaba completamente quieto. A Noah le saltaron las alarmas. No obstante, se lo pensó dos veces. Adoptó una posición de mero observador, al principio. Inmediatamente, hizo todo lo posible por contrarrestar la presión del agua y abrir la puerta como resultado. Lo consiguió. Optó por hacer lo correcto. Desabrochó el cinturón que apresaba el cuerpo flácido de su compañero y que al mismo tiempo evitó que se precipitara por el parabrisas. Lo agarró del pecho, rodeándolo con un brazo e iniciando el ascenso con el otro. La luna de plata se desfiguraba a consecuencia de la refracción. Parecía más cercana a cada intrépida brazada, más meritoria si cabe teniendo en cuenta que la frenaba un pesado lastre. Pero estaba entrenado, él estaba entrenado. Se había mentalizado y preparado su cuerpo para semejante tarea. La luna se acercaba, la tenía casi en su cara, era su guía, también su esperanza, la única que salvaría a aquellos dos locos, no por su causa. Aquello fue lo más próximo a encontrarse con la que se citaba puntual con todo ser viviente al final de sus días. Cuatro brazadas más y… no hay bien más preciado que el aire para…
— ¡Vamos Davis, respira! No he hecho todo este esfuerzo para que ahora te rindas. Venga tío ¡vamos!
El Ronald Reagan UCLA Medical Center se convirtió en el centro que acogía desde hacía ya tres días al malparado de Davis Mc Lellan. Sí, vivió para contarlo. Ya había otra cosa de la cual presumir puesto que no todo el mundo tiene la fortuna de haber sobrevivido a un accidente de tales características. Suerte que contó con alguien al lado con ligeras nociones de reanimación cardiopulmonar. Suerte que dicha persona era un cobarde, un capullo integral, un niño de papá y, en suma, un engreído que miraba por encima del hombro a los demás. Pero también suerte que al ser humano, de vez en cuando, le invade el capricho repentino de recapacitar en una sana reflexión solitaria, en compañía eventual de un equipo de enfermeras diligentes que velan por el bienestar de los pacientes, aun perteneciendo al tipo quejicoso como el señorito Mc Lellan. Le trataban como a un señor, todo sea dicho. Ese día estaba despejado, cielo raso y tan azul como el mismísimo Pacífico al que por poco brindaba su propia vida como ordalía. El Sol ejercía su poder más que nunca y lo demostraba filtrando sus poderosos rayos a través de las cortinas blancas de poliéster con tratamiento de SANITIZED. La 212 era una habitación individual de unos diez metros cuadrados, espaciosa o, al menos, lo era por la acertada combinación de distintas tonalidades de blanco; luminosa, por ello y dotada de todo el mobiliario correspondiente desde la propia cama articulada con barandillas laterales pasando por la mesa de cama (a la derecha del paciente) sobre la cual reposaba una jarra llena de agua, silla para las visitas (a la izquierda del paciente, en el rincón, y justo debajo de la ventana de plexiglás doble, un radiador) y el material clínico, donde cabe destacar el tripié indispensable para el soporte de goteros o el carro-bandeja para las comidas, por ejemplo. Tranquilidad, orden, buena ventilación y, en general, un entorno límpido al que Mc Lellan no podía interponer ningún tipo de reclamación. Hasta ahí, todo correcto. Sin embargo, y a pesar de tener el televisor encendido en el que la NBC estaba emitiendo la programación de mediodía, se sentía solo, aburrido y sin otra distracción que dirigir su mirada alternativamente a las cuatro paredes que lo acogían. «El baño ya lo tiene recogido. Si me permite, voy a cerrar ya la ventana que esto está más que ventilado; no me puedo pasar de los quince minutos de apertura. Ya le he puesto sábanas limpias y ahora le dejo, que todavía me queda un par de habitaciones más en esta planta y ya termino mi ronda. Que tenga un buen día y procure comer todo lo que le pongan que no está bien tirar comida». En comparación con otras que habían pasado en los días precedentes, esta limpiadora resultó ser simpática, pero lo mismo de simpática lo tenía de ocupada con unos cuadrantes tan exigentes por los tiempos que dedicar a cada habitáculo. Apenas diez y ocho minutos de palique con el paciente para amenizar la tarea y después se acabó. Mismos diez y ocho minutos que Davis aprovechó al máximo, pues hasta que volviera a recibir cualquier otro tipo de visitas, incluyendo las de personal médico, se veía obligado a tirar de reservas de paciencia, otra cosa de la que carecía. Su mirada ahora aguardaba con desesperación aunque fuera el tono breve de una notificación, ya fuera a causa de un triste mensaje de texto o una llamada. Pero ni lo uno ni lo otro hasta que, por suerte, sí que alguien quien aparentemente no tenía obligación alguna de acudir a visitar al enfermo y menos aún habiendo sido objeto de desprecios por parte del hospitalizado, hizo acto de presencia plantándose en el umbral y golpeando con los nudillos en la puerta:
— ¿Molesto?
— ¡Noah! ¡Qué sorpresa, no te esperaba! Bueno, realmente no esperaba a nadie… ¿Qué fue de Spencer?
— Será cuestión de mala suerte pero es que se rompió la tibia en una mala caída con la bici y está guardando reposo en su casa. Le han tenido que escayolar.
— Lástima… Pues ya podría haberme llamado o lo que sea…
— Bueno, habrá considerado que ya bastante tienes con lo tuyo. Y hablando de eso, ¿cómo sigues?
— Estoy entero que no es poco, pero todo gracias a ti. Si no hubieras estado allí no lo habría contado. Te debo mucho…
— No me debes nada. Yo sólo actué como había que hacerlo. Además, esto me ha valido para poner en práctica lo que nos enseñan en la facultad, ¿no crees?
— ¡Ja, ja! Sí, tienes razón, aunque yo me he llevado la peor parte…
— Ya, pero bueno. Lo importante es que estás aquí, vivito y coleando.
Los dos compañeros sostuvieron la conversación más larga desde que se conocieron en la Johns Hopkins. ¿Será verdad eso de que las amistades más profundas surgen a raíz de la adversidad?
— Tan sólo contéstame a una cosa, Davis, ¿por qué te has estado comportando todo este tiempo como un perfecto capullo integral? Porque es evidente que el insulto en apariencia dirigido hacia mí no iba dirigido hacia mí. Cuanto más lo repetías, más seguro estaba de que hablabas por ti. ¿Por qué? ¿Por qué esos ánimos de autodestrucción? ¿Por qué ese menosprecio hacia tu persona?
— Pufff… Me estremece tu habilidad deductiva. Me has pillado. Vaya… Esto no se lo he confesado a nadie… Llegados a este punto, me dejaré de rodeos: sólo quería llamar la atención, ser popular, quería ganarme una reputación, ser el chico que le cae bien a todo el mundo y precisamente vi proyectado todo eso en ti y lo peor de todo es que te lo habías ganado sin esfuerzo. Te envidiaba, envidiaba todo lo que te rodeaba, lo que hacías, cómo eras, cómo ibas vestido. Quería ser como tú y –suspiró– “destronarte”. ¡Qué estúpido, ¿verdad?! Pensaba que eras un creído de aquellos que para triunfar necesariamente tenía que humillar y pasar por encima de los demás. Fíjate hasta qué punto llegaba mi paranoia… Lo único que debo hacer ahora, porque debo hacerlo, es pedirte perdón, pedirte disculpas porque me pudo el orgullo. Lo necesitaba, necesitaba el aplauso y admiración de los demás para saciar mi ego. Me he dado cuenta de que esa situación era efímera, y más que eso, es como una droga de la que te vuelves dependiente. Pero aún así, sigues vacío, no tienes ni una muestra de afecto verdadero, de la gente que te quiere… Mis padres, por ejemplo, ni paraban ni paran en casa. Siempre están de viaje por los congresos a los que asisten y que también ofrecen. No puedo decir que nuestra relación paterno-filial haya sido muy estrecha que digamos y ha sido así desde pequeño. No tenían tiempo. Anteponían sus respectivas carreras profesionales a su único hijo. ¡Total, ya estaba la institutriz y el resto de empleados para esas tareas tan deshonrosas! El resultado lo tienes delante. En fin. De verdad que lo siento, Noah. Te he utilizado como cabeza de turco, primero, y ahora eres mi paño de lágrimas. ¿Qué puedo hacer para compensarte? De verdad, estoy dispuesto a hacer lo que sea con tal de ganarme tu perdón. De amistad ni hablemos, ya son palabras mayores. Eres un gran tipo, de los pocos con los que uno tiene la suerte de cruzarse. ¿Cómo puedo rectificar mi error?
— No te compliques la vida. Abandona ese personaje cutre y rancio tuyo y lo más importante de todo: sé tú mismo.
[1] La Highway 1 es la carretera nacional que une San Francisco con Los Ángeles por la costa. […] discurre durante buena parte de su recorrido (al menos entre Carmel y Santa Bárbara) por una zona de grandes acantilados declarada santuario de vida animal.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2010/08/03/paco_nadal/1280790000_128079.html
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